Cuento: De la siesta a la guerra

Cuento De la siesta a la guerra



Cuento: De la Siesta a la Guerra

¿Cómo iba a imaginar él que aquel día sería tan importante en su vida? Para Angus Quim era simplemente un viernes cualquiera. Si bien es cierto que su ejército estaba en alerta desde que Tensilia, la nación vecina, les declarara la guerra, sin embargo, habían pasado ya muchos años y lo más duro del combate se libraba en la frontera. Allí, en las caballerizas reales, era eso, un viernes cualquiera.

La familia Quim presumía de una larga tradición militar. Sus hombres, con salud de roble, habían servido al rey de Verseña por muchas generaciones. Sus hazañas se narraban en las cenas anuales: celebraciones que reunían a padres e hijos, tíos y abuelos, primos y yernos del clan de los Quim. Así perpetuaban la vocación marcial y el compromiso con la corona.

Pero, para Angus, la espada o el mosquetón eran verdaderos problemas. No se le había dado bien combatir, a pesar de haber hecho la carrera militar como todos los de su casa. Lo suyo eran los caballos. Los amaba, los entendía, los montaba como pocos y los domaba como nadie.

Por esas dotes innatas había acabado como soldado de la Guardia Real, en las caballerizas de la capital del reino, Lisín. Su integridad, ingenio y maestría en el trato, tanto de las personas como de los caballos, le convirtieron con el paso del tiempo en capitán jefe.

A sus 63 años y próximo al retiro, ¿quién podía reprocharle una siesta? Además, tenía a sus más de 200 caballos atendidos, sus soldados debidamente apostados y el corcel real, que él mismo cuidaba, cepillado y listo por si su majestad, el gran Bonifacio, lo requería.

Angus sabía que aquella costumbre de sestear no era propia de un soldado, y más en aquel tiempo de máxima alerta. Los combates se habían intensificado últimamente. El enemigo era más cruel que nunca y, aunque el ejército verseño hacía gala de su superioridad, las noticias que llegaban de la frontera con Tensilia eran pésimas: más bajas de compatriotas que en cualquier otra época.

Pero allí, en las caballerizas reales, era simplemente viernes. Al despertar de su siesta, Angus montaría a Meñique, el menor de una estirpe de cinco caballos, blancos como la nieve y bravos en la batalla. Así quedaría revisado de cara al gran desfile del sábado. El rey luciría imponente sobre Meñique y exhibiría su fuerza al galope, para elevar la moral de su pueblo y ejército.

Angus Quim había tolerado una incómoda panza, quizás por el poco ejercicio o por su afición a la mesa y la siesta. Pero ¿para qué vencerla si pronto iba a ceder su puesto al teniente Blasco? Lo cierto es que le molestaba a la carrera, con el vaivén de Meñique, pero no sería un gran inconveniente cuando cuidara su casa y sus tierras, a las afueras de Lisín. La verde pradera, el porche y sus manzanos, los atardeceres en la mecedora junto a su amada Mariela... Esa era toda su pasión y el sueño que perseguía en el ocaso de la vida.

Pero aquel aciago viernes no despertó de la siesta como siempre, gracias a la campana de la iglesia. Fueron las trompetas de alerta y los gritos de Blasco los que lo hicieron caer del catre:

- ¡Mi capitán! ¡Dios mío! ¡Ha sucedido algo terrible!

- ¿Qué ocurre, teniente? ¡Informe, rediez!

- ¡Ha desaparecido Meñique, señor! No encontramos ni huellas.

A pesar de que salieron soldados en búsqueda del corcel, que peinaron la capital y los campos, Meñique no apareció. El rey tuvo que ser informado.

Al día siguiente se dio una excusa al pueblo de Lisín y se suspendió el desfile. Para mayor vergüenza, una semana después del robo, Dulaimán, rey de Tensilia, se paseó por la línea de batalla a lomos de Meñique, el inconfundible corcel de Bonifacio. Las malas noticias volaron por toda Verseña y ensombrecieron el ánimo de pequeños y grandes.

Llevadas a cabo las pertinentes investigaciones al rey se le informó de cuál había sido el problema: a pesar de estar en alerta máxima el capitán jefe de su Guardia Real de Caballerizas dormía la siesta. Llamaron a Angus Quim para hacer un consejo de guerra y el deprimido capitán reconoció los cargos en su contra. Era viernes, justo dos semanas después del robo. Ese día el rey dio la sentencia:

- Por tus méritos acumulados y el apellido que portas se te concede el retiro adelantado. Pero en silencio, sin honores ni celebraciones...

Una vez más el gran Bonifacio hacía gala de su conocida misericordia. Solo que Angus pidió la palabra y rogó con voz quebrada:

- Majestad, no solo me arrepiento y veo claramente las consecuencias de mi miserable descuido. Le suplico que me permita, aunque sea imposible lo que deseo hacer, reparar mi daño. ¡Envíeme al frente!

- Pero, capitán -interpeló el monarca con expresión de lástima-, nunca se te dio bien la guerra y... Me temo, a juzgar por tu aspecto, que no estás en tu mejor momento.

- Es cierto mi rey -reconoció Angus y bajó su cabeza avergonzado-, pero al menos podré, como hacía en mis inicios, cuidar los caballos de primera línea.

- ¿Sabes que te juegas la vida, Angus? ¿Que te estoy ofreciendo tu retiro y acabar tus días con la familia?

- Soy consciente de ello, Majestad. Mas en esta última semana, dentro de mi desesperación, busqué consuelo en el Gran Libro, y leí de una reina quien, como yo, quizás pensó que el mal no la alcanzaría por estar en palacio; pero gracias a un primo suyo entendió que ella también estaba en guerra y, por fin, declaró: "si perezco, que perezca". Déjeme, buen Bonifacio, hacer mi parte por el reino. ¡No podría convivir con la culpa y la vergüenza si me manda al retiro!

- Me has convencido, Angus. Que Dios te guarde en el frente. La batalla se ha recrudecido. No es en nada parecida a lo que antes has vivido. Allí, amigo mío, no hay lugar para siestas.

Con estas palabras concluyó el juicio militar y el pobre guardián de caballerizas fue enviado a la frontera entre Verseña y Tensilia.

En pocos meses Angus Quim rebajó cintura. La comida racionada, la intensidad del combate, las demandas de su puesto y su conciencia atribulada se encargaron fácilmente de ponerle en buena forma. Sin embargo, el capitán venido a menos, convertido en cabo responsable de los caballos de la avanzadilla, sentía que su contribución era mínima en comparación con el mal que había ocasionado. Por eso pidió al Cielo cada noche alguna oportunidad de hacer un poco más por su nación de lo que hasta ese momento había hecho.

Y un domingo, como un domingo cualquiera, soñó con caballos de hierro que rompían la vanguardia de los tensilianos. Al despertar encendió una vela y dibujó lo que había visto. ¿Sería esa la respuesta divina? Pensándolo bien era cierto: numerosos combates se perdían por la fiereza de la primera línea enemiga. Lanceaban el pecho de los equinos, asaeteaban sus cabezas o cortaban sus patas a filo de espada, resistiendo así el envite de los caballos. Pero ¿qué tal si los corceles llevaran armadura? Serían más lentos, aunque más seguros. ¿Y si cambiasen la raza de los rocines, perdiendo agilidad, mas ganando potencia?

Sus ideas y diseños fueron ascendiendo de escalafón a escalafón en el ejército verseño, hasta llegar al mismísimo rey. Bonifacio mandó llamar a Angus y lo interrogó:

- ¿Crees realmente que estos metales a modo de armadura nos darían ventaja?

- No solo lo creo, se lo aseguro, Majestad. Si combinamos el caballo adecuado, con el metal fuerte y ligero, y adaptamos su forma para no herir al corcel nuestras ofensivas serán imparables.

- ¿Y qué sugieres, Angus?

- Que sin perder tiempo seleccionemos caballos potentes y abramos una fábrica de armaduras. Los tensilianos se hacen cada vez más fuertes y nos están ganando terreno. Quizás esto decida por fin la guerra.

- ¿Y quién mejor que tú, Angus Quim, para encabezar este proyecto? Veo que el frente le ha sentado muy bien a tu cuerpo, y más aún a tu ingenio.

- No soy digno, mi Rey. Aún cargo mi afrenta.

- Por eso mismo, querido capitán. Aprovecha esta oportunidad y sirve a tu pueblo. Yo también soy aficionado del Gran Libro que me mencionaste; y aquella reina que mencionaste recibió un mensaje que es el mismo que yo a ti te digo: "¿Quién sabe si para esta hora no has llegado tú al reino?".

Angus Quim salió con lágrimas de la presencia del Rey, recuperando su rango y con la posibilidad de servir a su nación y restaurar su honor. Desde ese momento puso su mejor empeño en formar las armaduras con la aleación exacta y anatómica. Dirigió la selección y el entrenamiento de los caballos. Vigiló la producción de la fábrica, pues cada semana los animales caían en el frente y corazas nuevas vestían a nuevos rocines.

Y precisamente un domingo... Un domingo cualquiera. Un año después de iniciar el proyecto, mientras paseaba por la fábrica desierta y revisaba todo, los moldes, las herramientas y los hornos, pues a sus 65 años, el veterano capitán, no quería dejar su puesto ni en los domingos, Angus oyó un ruido misterioso, algo que no debía escuchar allí. Un ruido que le era familiar y que transportó sus recuerdos a las trincheras, y a los días grises de plomo y pólvora, y a las escaramuzas en el frente. Aquel ruido lo hizo reaccionar y correr. No correr hacia la puerta, sino hacia el silbido, con la esperanza de apagar la mecha antes de tocar la pólvora.

Angus Quim se movió hasta ver cómo, al final de un largo pasillo, la brillante luz galopaba hacia su destino. Corrió con todas sus fuerzas hasta el final del pasillo y dobló a su derecha siguiendo la mecha. Allí, en una esquina, un gran cargamento de pólvora y metralla esperaba a la chispa.  Sus desesperadas zancadas no fueron lo suficientemente rápidas como para devorar el trecho que le separaba de la explosión. 

La fábrica explotó. Y el noble capitán, jefe de la Guardia Real de Caballerizas, voló. Voló con la fábrica. Y voló hasta su casa, su mansión celestial, con mejores vistas que las de verdes las praderas a las afueras de Lisín.

Dulaimán, quien medía más cerca que nunca su derrota, había mandado destruir la fábrica con la esperanza de recuperar ventaja en el cuerpo a cuerpo, allá en la frontera. Y, de esta manera, el destino hizo que Angus Quim muriera como héroe de guerra, con su honor reparado, y que muchos soldados siguiendo su ejemplo cobraran ánimo y redoblaran sus esfuerzos. Al fin, ganaron la guerra y se restableció la paz de Verseña.

Todos los que supieron la historia de Angus comprendieron que el arrepentimiento y la entrega al deber otorgan, casi siempre, oportunidades de restauración.

El rey Bonifacio despidió a su buen capitán con todos los honores e hizo que en su lápida grabaran el siguiente epitafio:

El pueblo de Verseña, por siempre agradecidos, al capitán jefe de la Guardia Real de Caballerizas, Angus Quim. El hombre que venció la siesta y se convirtió en un héroe de guerra.


Basado en Ester 4:13-14:

"No pienses que estando en el palacio del rey solo tú escaparás entre todos los judíos. Porque si permaneces callada en este tiempo, alivio y liberación vendrán de otro lugar... Pero ¿quién sabe si para una ocasión como ésta tú habrás llegado a ser reina?".

Dibujo de mi hijo Rubén tras leer el cuento

Con amor, para mis hijos:
Rebeca, Enoc, Rubén y Caleb.
Juan Carlos P. Valero

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