Cuento: El rey al que no dejaban reinar





Hace mucho, mucho tiempo, en una tierra lejana donde los príncipes aún lucían corona y los sueños de cuando en cuando se hacían realidad, vivía un monarca bondadoso que gobernaba para el bien de su reino.

El Rey tenía sabios, consejeros, guerreros, trovadores, artesanos, carros, caballos, mar y tierras para cultivar. Todo lo que suele tener un rey de gran riqueza. Pero más que en nadie, el Soberano, cifraba sus afectos en el único hijo que le pudo dar su esposa, ya fallecida.

Un día, el más ilustre de sus sabios, el mago principal, llamó a la independencia. Declaró injusto que aquel rey sojuzgase a todos desde hacía tantísimos años. Que al fin y al cabo era su igual. Por lo tanto, llegaba el tiempo de una revolución.

Se le unieron en su locura príncipes de muchas provincias, otros sabios y encantadores, ejércitos, pueblos y aldeas, miles que vinieron contra el palacio seducidos por el rebelde y rodearon la fortaleza.

El gran Monarca, muy consciente de las desgracias de una guerra, tomó consejo con su hijo y decidieron proponer una tregua. Pidió tres días a las huestes que se reunieron en su contra, mientras trazaba un plan.

Al tercer día en la mañana, cuando el mago rebelde pidió una resolución, se mostraron en la muralla, príncipe y rey, y leyó en alta voz las siguientes palabras:

¡Yo, como rey de mi pueblo, os juro firmar una orden que a partir de hoy mismo se convertirá en ley! En ella se expresa que si no queréis que os gobierne y rechazáis mi autoridad, quedaré en mi palacio. Vosotros seréis vuestros propios señores. Solo usaré mi fuerza y ciencia cuando el peligro os aceche, y cuando no tengáis esperanza de escapar. Cuando la destrucción sea inminente. Entonces y solo entonces, para la salvación de mi reino, actuaré. Mientras tanto respetaré la ley y vuestra libertad. Esta norma suprema revocará de dos formas: a los mil años de prueba, o si me lo pedís porque os dais cuenta de vuestra equivocación".

El Pueblo escuchó las palabras. Su líder reunió a los cabecillas y valoraron la propuesta. Ávidos de poder aceptaron firmar la ley que estaría sobre todos, hasta sobre el Monarca.

Finalmente, la guerra no se produjo y aquel día acabó en fiesta. Todos lo celebraron. Todos, excepto unos pocos que amaban al Rey, y que se dieron cuenta de las consecuencias fatales. “Majestad”, dijeron, “¿Qué será de nosotros? ¿Por qué no has querido pelear?”. El Rey, con suma tristeza, guardó silencio. Solo quería seguir gobernando cuando sus súbditos así lo quisieran.

Al día siguiente las gentes dejaron de ir a palacio a buscar juicio, consejo o ayuda. Acababan de formar un reino dentro de otro reino. Proclamaron la independencia. Cambiaron las cosas de lugar. Firmaron leyes y edictos. Se olvidaron de aquel Soberano que por años les había servido. Ahora, ellos eran los señores y se sentían libres; pero, en realidad, habían caído en el engaño del mago rebelde. Ignoraban que aquella ley que regía por encima de todos era la prueba de amor de su Monarca, quien limitó su poder y dejó libertad de elegir a su gente la emancipación.

A partir de aquí la historia es muy triste. Ambiciones y luchas de poder. Hambre en unas partes del Reino. Derroche y vicio en otras. Esclavitud, crimen, corrupción... Aunque también había hombres buenos que no traicionaron al Rey.

El Mago consiguió burlar a la tumba con artes oscuras. Y, como la inmortalidad era solo facultad del soberano y su príncipe, el rebelde enloqueció de grandeza y quiso que todos olvidaran que existía el palacio, en el que seguía morando un rey paciente y compasivo.

Sin embargo, eso era totalmente imposible, porque el trono tenía aún amigos: sirvientes y fieles que recordaban las historias del reino. Además, cada cierto tiempo se cernía sobre la nación miseria o quebranto, y ningún poder en la Tierra conseguía libertarles. Ya fuese por el furor de la naturaleza; o por la guerra, el hambre o plagas… Antes o después, el Rey se hacía necesario, por no decir imprescindible. Entonces, tal y como dictaba la ley, el Monarca actuaba haciendo gala de su fuerza y magnificencia. Usaba su sabio consejo, su gran riqueza y su profundo amor para detener tifones, decidir batallas, o incluso añadir a los doctores más conocimiento.

Pasaron los años y siglos. Y llegó un día cuando se manifestó el colmo de la generosidad del Rey. Apareció en el cielo un gran dragón que asoló el reino. Pues redujo el campo a ceniza, diezmó a la grey y cundió el pánico en toda la nación.
Ni grandes ejércitos ni héroes del pueblo ni el mismísimo mago rebelde consiguieron detenerle. Sembró la destrucción y ya no había esperanza.

Pero, una vez más, la victoria llegó de palacio, ya que el único capaz de vencerlo era el noble Príncipe; y su Padre lo envió a la batalla. Luchó con lanza y escudo de bronce. Después con arco y flechas de plata. Por último, desenvainó su espada de oro e hirió al escupefuegos en plena cabeza. El monstruoso enemigo se derrumbó con tan mala fortuna que aplastó al Príncipe y segó su vida. Ese fue el precio que pagó el rey por la salvación de su pueblo.

A pesar de la hazaña, los súbditos estaban tan endurecidos de corazón y ciegos, por las artes del mago rebelde, que continuaron sin pedir el fin de la ley. Mas no todos: un remanente sí que dio gracias a su benefactor. Y a ellos, una noche, después de la tragedia del dragón, les visitó una brisa misteriosa que les infundióç valor y sabiduría. ¡Era el Príncipe, cuyo espíritu se había convertido en viento y había soplado desde el cielo! Así despertó a muchos de su encantamiento y sintieron el deseo de ser fieles al trono del anciano Monarca.

“Majestad, somos conscientes de nuestra gran equivocación. Es hora de revocar la ley y de volver a estar bajo su autoridad”, dijeron a coro. “Eso no es posible, amigos míos”, contestó el Monarca. “La mayoría de mis súbditos no quieren que reine sobre ellos. Debéis esperar a que se cumplan los mil años”. “Pero para entonces no viviremos, oh Sabio Rey”, alegaron. “Viviréis en espíritu, con mi Príncipe a quien di por salvaros. Y también vivirán vuestros hijos”, fue la respuesta del encanecido rey. “¿Y hasta que llegue ese día qué haremos, Padre? Pues no podemos estar ya fuera de tu abrigo”. Tras una pausa solemne contestó: “Si queréis desobedecer la ley a todos impuesta, por la que no soy rey en mi reino, para que reine sobre vosotros, habéis de saber que os llamarán rebeldes y hasta podrán trataros como a proscritos en algunas provincias. El Mago perseguirá vuestros gestos de fidelidad. Y solo os quedará la esperanza de que muchos más de mi pueblo reconozcan la verdad, cuando vosotros les ayudéis a despertar”. “¡Eso haremos! ¡Cuenta con nuestra lealtad! Te serviremos y buscaremos el bien de tu reino”, gritaron los súbditos. “Pues vosotros sabed que llegará el día cuando la ley termine, y echaré al Mago en una cárcel perpetua; y terminará este sufrimiento; y todos volverán a estar bajo mi autoridad. Hasta entonces, vosotros también contad conmigo en todo tiempo”.

Y este es el fin del cuento de aquella tierra lejana, donde los príncipes aún llevan corona y los sueños de cuando en cuando se hacen realidad; donde no dejan reinar al Rey y a los hombres les tarda la felicidad.

Juan Carlos P. Valero

Comentarios

  1. Wooo!!! Preciosooo!!! Que seamos fieles al Rey ,hasta la muerte!

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  2. Reconocer nuestra depencia del Rey nos dará fuerzas par ser fieles y llevar su reino a otros lugares. Sopla viento sopla,

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