Cuento: Tobías el astuto y Raúl el avaro (de Isaac Bashevis Singer)

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En cierto pueblecito ucraniano vivía un pobre hombre llamado Tobías. A duras penas podía mantener a su mujer y a sus siete hijos, casi nunca llegaban a fin de mes. Tobías había probado muchos oficios, pero ninguno se le daba bien. La gente, con mucha guasa, decía que el día que Tobías pusiera una cerería ese día ya no harían falta velas porque el sol ya no se pondría... Sólo a base de trucos conseguía ganarse los garbanzos. Por eso la gente le llamaba Tobías el Taimado (astuto).


Aquel invierno había sido muy duro. Caía mucha nieve y Tobías no tenía dinero para carbón. Hacía tanto frío que sus hijos se pasaban el día metidos en la cama, que era el único sitio donde se estaba caliente. Cuando el frío aprieta, el hambre también aprieta... Sara, su mujer, no hacía más que quejarse al ver la despensa vacía.

-Si no eres capaz de alimentar a tu mujer y a tus hijos, tendré que ir a ver al rabino para que me conceda el divorcio.

-Y ¿qué vas a hacer con ese divorcio? -le replicaba su marido-, ¿comértelo?

En el mismo pueblo vivía un ricachón llamado Raúl. Además de rico, Raúl era muy avaro. Tan avaro era, que sólo permitía a su mujer hacer pan una vez al mes... ¡porque decía que el pan duro duraba más! Por eso la gente le llamaba Raúl el Roña.

En alguna ocasión se había presentado Tobías en casa de Raúl para pedirle unas monedas, pero se marchaba igual que llegaba, con las manos vacías:

-No te incomodes, Tobías -le decía Raúl-, pero la verdad es que duermo más tranquilo cuando sé que mi dinero está en mi caja fuerte... en vez de en tu bolsillo.

Por no dar de comer, Raúl no daba de comer ni a su propia cabra. El animal comía de las sobras que le daban los vecinos y se alimentaba sobre todo de mondas de patata... y cuando no había, se subía a los tejados de las casas y se dedicaba a arrancar la paja de la techumbre. Eso sí, cuando la cabra paría cabritos, el viejo Raúl tenía buen cuidado de ordeñarla, para no perder ni una gota de leche... ¡que luego vendía a buen precio a sus vecinos!

En fin, Tobías decidió un día que a su amigo Raúl le había llegado la hora de pagar el pato. Y, ni corto ni perezoso, se encaminó a casa de su amigo. Se encontró a Raúl el roña sentado en un cajón (sólo usaba sillas en fiestas de guardar, para que no se gastaran), comiéndose un plato de lentejas, acompañado de un mendrugo de pan duro.

-Distinguido amigo -le dijo, humildemente-, quisiera pedirte un favor... Verás, resulta que mi hija mayor, Dasha, ha cumplido ya los quince años, y está en edad de merecer... El caso es que hay un joven de un pueblo cercano que se interesa por ella, y esta noche va a venir a nuestra casa.

Ejem..., resulta que mis cubiertos son de aluminio, y a mi mujer le da vergüenza tener que usarlos cuando vienen invitados... y me ha mandado aquí para que te pidiera al menos una cuchara de plata para que pueda comer nuestro huésped. Yo te juro por lo más santo que mañana mismo te la devolveremos.

Raúl sabía que cuando Tobías juraba por lo más santo, cumplía su palabra... así es que se la dejó.

Por supuesto que todo era mentira. Ni Dasha tenía novio, ni pretendiente, ni, por otra parte, esperaban a nadie aquella noche para cenar. Tobías se guardó cuidadosamente la cuchara de Raúl debajo de la camisa, y, al llegar a su casa, se dirigió al armario donde guardaba lo poco que quedaba de su cubertería de plata. Había tenido que vender casi todos los cubiertos que le regalaron cuando se casó, y sólo le quedaban tres cucharillas de plata, que sacaba sólo en las fiestas de la Pascua.

Al día siguiente, volvió a casa de Raúl. Como siempre, se lo encontró en el porche de su casa, con los pies descalzos (¡así no se le gastaban las suelas de los zapatos!), comiendo unas lentejas con su mendrugo de pan duro.

-Vengo a devolverte la cuchara que me prestaste ayer -le dijo, dejándola en la mesa, junto con una de sus cucharillas de plata.

-Y esto ¿qué es? -le dijo el viejo, señalando la cucharilla de Tobías.

-Pues verás le contestó Tobías-. Resulta que tu cuchara sopera ha dado a luz, esta noche, a la cucharilla tetera. Yo soy un hombre honrado, Raúl, y me ha parecido lo correcto devolverte a la madre... y a la hija.

Raúl estaba anonadado. ¡Jamás en su vida había oído hablar de que las cucharas parieran como las personas! Pero pronto su avaricia pudo más que su asombro, así es que aceptó las dos cucharas con gran alegría. «¡Menudo chollo!» pensaba, y se felicitaba a sí mismo de haber accedido al préstamo de la cuchara.

Pasaron algunos días, y de nuevo se presentó Tobías en casa de Raúl. Se lo encontró en el porche, sin su abrigo (lo tenía guardado para que no se le gastara), comiendo lentejas con su mendrugo de pan.

-Amigo Raúl -comenzó Tobías-, has de saber que el mozo que vino a casa no fue del agrado de mi hija Dasha. Me dijo luego que el joven tenía orejas de burro, ya ves tú... El caso es que esta noche se presenta otro pretendiente, y mi mujer Sara le está preparando un banquete, que quedaría muy deslucido si a la hora de servirlo no tuviéramos...

-¡No sigas! -le interrumpió Raúl-. Ya veo que has venido a pedirme la cuchara de plata... -y a continuación, esbozando una amplia sonrisa, concluyó-: Encantado de poder ayudarte, mi querido Tobías.

Al día siguiente, Tobías le devolvió la cuchara... y, además, una de sus cucharillas. De nuevo le explicó cómo, durante la noche, la cuchara grande había dado a luz a la cuchara chica e insistió en que él era un hombre de conciencia, incapaz de separar a la madre de la hija. Le dijo que el pretendiente tampoco había sido del agrado de su hija porque, según ella, ¡tenía la nariz demasiado larga! No hay que decir que el viejo Raúl se frotaba las manos de contento por todo este asunto.

La misma historia se volvió a repetir por tercera vez. Tobías se presentó en casa de Raúl con la cuchara sopera... y con su tercera, y ultima cucharilla tetera. Tan absorto estaba el viejo en este prodigio de la naturaleza, que no dudó en preguntarle al amigo Tobías:

-Y dime, vecino, ¿no podrá ocurrir que, en alguna ocasión, mi cuchara pariera gemelos?

Tobías se lo pensó un momento, y pronto encontró una respuesta:

-Por supuesto, mi querido amigo... ¡hasta se han dado casos de quintillizos!

La respuesta alborozó a Raúl... y aún más el saber que Dasha había rechazado a su nuevo pretendiente... esta vez, ¡por tartamudo!

Tobías dejó transcurrir una semana, antes de hacer una nueva visita a su amigo. Se lo encontró, como siempre, sentado en la terraza comiendo lentejas, pero esta vez en calzoncillos... sin duda, ¡guardaba sus pantalones para mejor ocasión!

-Muy buenos días-le saludó Tobías.

-¡Buenos y hermosos días! –exclamó Raúl, con su mejor sonrisa-.

-¿Y qué te trae hoy por aquí? Seguro que será algo bueno... si vienes a pedirme la cuchara, no tienes más que decírmelo y tus deseos serán complacidos.

-Hoy querría pedirte un favor muy especial -le dijo Raúl-. Resulta que esta tarde llega un nuevo pretendiente para mi hija, pero esta vez se trata del hijo de un rico comerciante que vive en la gran ciudad de Lublín... Pasará el domingo con nosotros y celebraremos

juntos la fiesta del Señor... Por lo tanto, necesito, además de la cuchara, tus candelabros de plata, ya que los nuestros son de latón y le causarían al joven una pésima impresión... Yo prometo devolvértelos el día después de la fiesta.

El viejo Raúl dudó unos instantes: los candelabros de plata eran objetos de mucho valor.

Pero pronto sus dudas se disiparon... al recordar lo que había ocurrido con sus cucharas:

-De acuerdo, Tobías. Pongo a tu disposición los ocho candelabros de mi casa... ya ves que confío en ti... Bien entendido que, si alguno de ellos diera a luz durante la noche, me lo traerás también a mi casa, tal como has hecho hasta ahora con las cucharillas...

-Por supuesto -le contestó Tobías-. Vamos a ver si hay suerte.

Tobías guardó cuidadosamente la cuchara debajo de su camisa y, tomando los candelabros, se dirigió a casa de un comerciante amigo suyo, que los tasó y se los compró.

Más contento que unas pascuas, Tobías se fue a su casa y le entregó a Sara, su mujer, el dinero de los candelabros. Sara nunca había visto tanto dinero junto, y quiso saber de dónde lo había sacado.

-Pues verás -le contó Tobías-, resulta que esta mañana, al salir de casa, vi una gran vaca amarilla que volaba por encima de nuestro tejado y que ponía, en la chimenea, una docena de magníficos huevos de plata. Los tomé, los vendí... ¡y aquí está el dinero!

Sara, naturalmente, se mostraba incrédula.

-Nunca, en mi vida, había oído decir que las vacas volaran... ¡y mucho menos que pusieran huevos de plata!

-Bueno, todo puede ocurrir en esta vida -le contestó Tobías-. Además, si no quieres el dinero, me lo devuelves y sanseacabó.

-De eso nada, cariño -le contestó su mujer, cuyos ojos, ante el dinero, hacían chiribitas.

La buena de Sara decidió que cuando la despensa está vacía y los hijos pasan hambre, lo mejor es no hacer demasiadas preguntas. Así es que, tomando el portante, se fue al mercado y compró carne, pescado, harina, además de pasas y nueces y todo lo necesario para hacer un buen pastel. Y como aún le sobraba dinero, compró ropa y calzado para sus hijos.

La Fiesta del Señor se celebró por todo lo alto en casa de Tobías. Los niños saltaban, cantando canciones judías. Cuando los niños preguntaban a su padre de donde había sacado tanto dinero, su padre respondía resueltamente:

-Ya sabéis que, en la Fiesta del Señor, está prohibido hablar de dinero.

Al día siguiente, Tobías fue a casa de su amigo Raúl. Se lo encontró en el porche con un taparrabos... ¡la ropa la tenía guardada en el armario!

Tobías le devolvió la cuchara de plata y le dijo:

-Esta vez no hubo suerte, amigo Raúl... la cuchara, en esta ocasión, no ha sido madre.

-¿Y mis candelabros? -preguntaba el viejo-. ¿Dónde están mis candelabros?

Tobías suspiró profundamente.

-Amigo Raúl, ha ocurrido una desgracia... tus candelabros han muerto.

-¡Estúpido, idiota! -gritaba Raúl, fuera de sí-, ¿cómo es posible que un candelabro muera?

-Si una cuchara puede dar a luz, un candelabro puede morir -sentenció Tobías.

La cosa no acabó allí. Raúl llevó a Tobías ante el rabino, en busca de un veredicto favorable. Cuando éste oyó la historia, no pudo aguantarse la risa:

-Te está bien empleado -le dijo el rabino a Raúl-. Si fuiste capaz de creerte que las cucharas pueden tener hijos, entonces también debes aceptar el hecho de que los candelabros puedan morir.

-¡Pero eso es mentira! -objetó Raúl.

-También es mentira que los candelabros tengan hijos... y, sin embargo, tú estabas dispuesto a creerte esta mentira. Si aceptas la mentira cuando te produce beneficios, debes de aceptarla igualmente cuando te produce pérdidas -y con estas palabras dio el asunto por concluido.

Al día siguiente, el pobre Raúl rechazó el plato de lentejas, que le ofrecía su mujer.

-A partir de ahora, sólo comeré pan duro -dijo el avaro-. ¡Esta comida es demasiado cara!

La historia de las cucharas y los candelabros pronto pasó de boca en boca por todo el pueblo, para regocijo de pequeños y mayores. Todos celebraban la victoria de Tobías y la derrota de Raúl. Y tal como era la costumbre, pronto empezaron a cantarse unas coplas que los aprendices de sastre habían sacado:

«Al pobre Raúl
se le murió...su candelabro azul.
Y sus grandes cucharas,
ya no paren hijas
¡se han vuelto avaras!
Y él, come que come
su comida barata
y sueña, el pobre, que tendrá
¡nietos de plata!».

Pero ni Raúl tuvo más nietos,
ni las cucharas,
por más que las juntara,
tuvieron más descendencia.

Isaac Bashevis Singer, del libro "Cuando Shememenl fue a Varsovia y otros cuentos".

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