Soliloquios #2

Asedio, Soliloquio, Salavación, Juan Carlos Parra, Jesús, Soliloquio,

Es posible estar confinados en la quietud de la casa y, sin embargo, sentir el alma asediada.


En la antigüedad una de las tácticas para derrotar a un enemigo que se escondía tras poderosos muros era el sitio. Cerrar el paso a cualquier persona. Nada entra y nada sale. Y tras rodear la ciudad, cegar las entradas de agua, y dejar correr el tiempo. Evidentemente, las provisiones se acababan antes o después, y solo quedaba la rendición o la muerte. La historia sagrada está llena de victorias por asedio (o derrotas, según quién haga la crónica).


Pues bien, mi soliloquio de hoy nace de un sentimiento que a todos nos es común. Me refiero a que el ritmo y las presiones de la vida moderna pueden convertirse en un feroz enemigo que nos deja sitiados por dentro. Sin tiempo para respirar; para pensar; para interactuar; en definitiva, para vivir.

Y se supone que los días de confinamiento podrían significar una pausa en esa batalla contra el asedio; pero no. Estamos rodeados de preocupaciones. Rodeados de responsabilidades por el teletrabajo o por el cuidar de la familia (veinticuatro horas). Franqueados por los mensajes de las computadoras, teléfonos inteligentes, televisiones o tablets. Que si whatsapp, de los ochenta grupos en los que estoy. Que si nueva publicación en Youtube. Y ahora (me piden), “escucha esta canción, que es muy buena”. Mis hijos: “Papá, jolín, vente a ver la peli”. Entonces, recuerdo, “¡que se me pasa la hora de mi reunión por Zoom!”. Y… madre mía, al día le faltan horas y seguimos sitiados. Así que, me atrevo a decir que es posible estar confinados en la quietud de la casa y, sin embargo, sentir el alma asediada.

El asunto no es guasa. Una de las estrategias de nuestro enemigo, el Diablo, es la del sitio de la mente y del espíritu. Bloquear las puertas del alma para que no entre lo que nos edifica y nos alimenta. Que no tengamos tiempo para reunirnos, o para leer la Biblia, o para encerrarnos en nuestro cuarto y estar a solas con Dios. De esa manera nos debilitamos interiormente y vivimos turbados; alienados de la comunión con Cristo. 

¡Nada nos puede separar del amor de Dios que es en Cristo Jesús! (Romanos 8:39). Es decir, que por su parte siempre nos amará y nos abrirá la puerta para la comunicación. Aunque, por nuestro lado no debemos olvidar la advertencia hecha por Jesús a sus discípulos: separados de mí nada podéis hacer (Juan 15:5). En esto yo entiendo que nosotros sí que podemos separarnos de la comunión del Espíritu y distanciarnos de la fuente de nuestra salud: Jesús, la Vid.

Una vez, Dios me reveló a un joven que estaba inmerso de tal manera en el mundo virtual, en el sótano de su casa, que ni podía tener una relación saludable con su familia ni con nadie; mucho menos con el Señor. En mi sueño yo estaba en una montaña y un profesor a mi lado (creo que representa el magisterio del Espíritu) que me pasaba un catalejo y apuntaba hacia la vivienda del joven en cuestión. Cuando miré con esa lente ungida me quedé aterrado: la casa estaba sitiada por demonios negros y altos, como de tres metros. Custodiaban a aquel pobre ciberadicto que, sin saberlo, vivía literalmente asediado.

¿No nos puede suceder a nosotros algo en menor o mayor grado? Pienso en esto y me estremezco; en cómo podemos estar conectados a mil pensamientos y mensajes desde que nos levantamos y hasta que nos acostamos, pero desconectados del Señor y de tantas otras cosas bellas que nos ofrece en el día a día.

El poeta Altolaguirre, de la generación del 27, expresó su encierro interior con palabras vibrantes:
Mi soledad llevo dentro,
torre de ciegas ventanas.
Cuando mis brazos extiendo
abro sus puertas de entrada
y doy camino alfombrado
al que quiera visitarla…
Ahora dentro de mí llevo
mi alta soledad delgada.

Manuel Altolaguirre se sentía en una fortaleza demasiado alta y oscura, por la separación de su amada. Y cuando extiende sus brazos da la sensación de que suplica compañía, abriendo las puertas a quien rompa su asedio. ¿Y tú? ¿Estás por casualidad intramuros?  “Pues sí, Juan Carlos”, me dirás. “Todos lo estamos, por este confinamiento”. Sin embargo, no hablo de estar en casa días y días… Hablo de esa soledad alta y delgada del corazón.

Podemos ser sitiados por tres fuerzas: nuestros propios pensamientos y tormentas internas; la avalancha de mensajes, comunicación y ocupaciones que nos rodean; o por las fuerzas del enemigo, que intenta asediarnos y dejarnos aislados para debilitarnos. No pretendo, en mi soliloquio, abundar tanto en la enfermedad como en la cura, pero permíteme citar al escritor inglés Thomas Browne, a quien tachaban de enfermo de melancolía, mas quien escribió con mucho tino (creo yo) sobre el mal y el buen aislamiento: 
“Aunque viva en un desierto, nunca está el hombre solo; no ya porque está consigo y con sus pensamientos, sino porque el demonio lo acompaña” (de Religio Medici).

Esto me hace recordar el cuento aquel, del anciano ermitaño. A pesar de estar refugiado en la montaña para dedicarse a meditar y a orar estaba sumamente ocupado cada día. El caso es que alguien le preguntó: “¿Cómo puede tener tanto trabajo si vive en soledad?”. A lo que el anciano con una sonrisa respondió: “Porque tengo que entrenar a dos halcones, un par de águilas, tranquilizar a dos conejos, disciplinar una serpiente, motivar a un asno y domar un león”. El visitante sorprendido miró a su alrededor y exclamó: “¡No veo por aquí a ninguno de esos animales!”. “Sí, amigo”, prosiguió el eremita, “estos animales todos los llevamos dentro: los dos halcones son mis ojos; 
dos águilas, mis manos; los conejos intranquilos son mis pies; el león es mi ego; y el burro perezoso, mi cuerpo; pero lo que más me cuesta domar es esa serpiente peligrosa que llamamos lengua”.

¡Cuánto trabajo para uno solo! Por eso Thomas Browne nos recomienda, en otra de sus obras, que esto del confinamiento no se nos ocurra plantearlo sin Dios (y cito): 
“Sé capaz de permanecer solo. No pierdas la ventaja de la soledad y de la compañía de ti mismo… debe encantarte poder quedar apartado y a solas con el Todopoderoso”.

Estupendo. Nada nuevo hasta aquí. Solo recordar, he hecho, la lucha interna y el estrés que nos produce la sobreexposición a las comunicaciones. Hasta aquí todo es diagnóstico y nada de medicina. Pues remato la faena con lo que el Señor me mostraba esta misma mañana.

Soliloquios 2, Juan Carlos Parra, Calma tormenta, Jesús,
Rembrandt: ‘La tormenta en el Mar de Galilea’
Hay dos momentos en los evangelios cuando los discípulos están asediados de cuerpo y alma. Imagínalos rodeados de un mar intranquilo, rabioso, hambriento, pues parecía que quería devorarlos. Y ellos encerrados en unos pocos metros cuadrados, en aquella barcaza que parece partirse (en uno de los episodios) o que apenas avanza (en el otro). Convendrás conmigo en que están sitiados. Y en ambos momentos Jesús fue la llave que produjo el desbloqueo.

Me encanta el lienzo de Rembrandt (robado, por cierto, y en paradero desconocido) ‘La tormenta en el Mar de Galilea’ (Mateo 8:23-27). La inclinación del barco; la angustia de los discípulos; y cómo despiertan a Jesús, en la parte más oscura del cuadro… Mientras que la luz penetra por el lado opuesto, dejando más iluminada a la tempestad que al Salvador. A menudo nos sucede así: el problema o el enemigo brillan tan fuerte que la salvación que llevamos dentro parece olvidada. Al grano: cuando estés en un asedio, o sitio, o encierro anímico y espiritual; ya sea por situaciones reales, como la tormenta de los evangelios, o por emociones y pulsiones endiabladas; la calma y la apertura está en el Maestro. En clamar a Jesús y “despertarlo”. Que al despertarlo a Él realmente estamos despertando nuestra fe y nuestra vida de oración ferviente. “¡Señor, sálvanos, que perecemos!”  (versículo 25). “Entonces se levantó, reprendió a los vientos y al mar, y sobrevino una gran calma”. Dejemos que Jesús se levante y los muros caerán. En esta ocasión muros de mar embravecido. En otros lugares muros de piedra, como en Jericó. O muros de demonios, como en las vidas de los endemoniados gadarenos, más adelante (Mateo 8: 28-32). Sea como fuere, Jesús reprende esas paredes oscuras y trae la calma, la paz, la amplitud de miras… 

“Señor”, te ruego, “que esta cuarentena y crisis posterior no sean un viaje agonizante sino una travesía serena, con Jesús levantado en nuestras barcas”.

Soliloquios, Jesús, anda sobre el mar, Juan Carlos Parra,
En Mateo 14: 22-36 tenemos el otro milagro: evidentemente la situación era menos peligrosa. Estaban cansados. Serían como las cuatro de la madrugada. Los días anteriores fueron de intensa actividad, alimentando a las multitudes en lo físico y espiritual (Mateo 14:13-21). Pero, ahora están solos en medio del mar, pues Jesús se ha quedado orando en tierra, y deben llegar al otro lado en una navegación eterna ya que “la barca… era azotada por las olas, porque el viento era contrario” (versículo 24). El viento rugía amenazante y probablemente se preguntaban: “¿Volverá a levantarse una tormenta como la del otro día? Y si es así, ¿qué haremos? Pues Jesús no está con nosotros”. Las cosas, lejos de mejorar, empeoran cuando ven a un fantasma que se acerca, andando sobre el mar: “Y los discípulos…  se turbaron, y decían: ¡Es un fantasma! Y de miedo, se pusieron a gritar”. Otra noche de agobio total en medio del mar, sin posibilidad de salir corriendo hacia alguna parte.

Me dan ganas de reír al imaginar la escena. Aquellos hombres curtidos por el mar y por los avatares de la vida gritando sobrecogidos y abrazándose sobrepasados. Me identifico con ellos. No eran súper ungidos. Ni la élite espiritual que camina con Jesús; o los caballeros de la corte del Mesías. Nada de eso… Seres humanos frágiles y temerosos, como tú y yo. Sin escapatoria ante fuerzas superiores: naturales y espirituales. Sin embargo, no estaban solos. Jesús los amaba y los había llamado a seguirle y servirle. No se había desentendido de sus amigos. Por el contrario, llegó andando sobre el mar para darles otra grandiosa lección: nada es imposible para mi Padre y para mí; yo tengo un camino sobrenatural, que os saca de vuestro encierro, de vuestro asedio. Y “…enseguida Jesús les habló, diciendo: Tened ánimo, soy yo; no temáis” (versículo 27). Además, para vosotros nada es imposible tampoco, si creéis (Marcos 9:23). Pedro salió de la barca y anduvo con Jesús sobre el mar. Y cuando se hundía, porque “viendo la fuerza del viento tuvo miedo”, otra vez gritó “¡Señor, sálvame! Y al instante Jesús, extendiendo la mano, lo sostuvo y le dijo: Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?”. En fin, al llegar a tierra (el resto del viaje fue coser y cantar o, mejor dicho, reír y remar), adoraron a Jesús diciendo: En verdad eres Hijo de Dios (versículos 29 al 31).

Soliloquios, Juan Carlos Parra, Jesús, Calma,
Es hora de lo sobrenatural. De andar con Jesús por la fe y no por la vista. Él nos va a hacer vivir cosas nuevas, sorprendentes y maravillosas. En los vientos adversos, el cansancio de la noche, los peligros desconocidos (como dice el Salmo 91:5, el terror nocturno) y la confusión, nos podemos sentir con el alma asediada. En medio del mar, en una barca vulnerable y sin escapatoria. Pero Jesús nos dice, igual que a los discípulos: “Tened ánimo, soy yo; no temáis”. Él siempre llega a tiempo, en el momento preciso y no deja que nos hundamos en nuestros temores y tormentas. Solo tenemos que gritar “¡Señor, sálvanos, que perecemos!”  (Mateo 8:25); o, simplemente, “¡Señor, sálvame!” (Mateo 14: 30). Y Jesús nos abre un horizonte nuevo y milagroso.

Volviendo al poema ‘Separación’, de Manuel Altolaguirre:
Mi soledad llevo dentro,
torre de ciegas ventanas.
Cuando mis brazos extiendo
abro sus puertas de entrada
y doy camino alfombrado
al que quiera visitarla…

Te aseguro, mi querido lector (y me lo digo a mí mismo, pues de eso se trata el soliloquio), que si extendemos nuestros brazos a Jesús se acaba el encierro. En esta hora tan oscura, en la que recordamos nuestra debilidad, Él está deseando llegar, visitarnos y mostrarnos su amor.

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