Había una vez un rey sabio, rico en extremo, que tenía un
reino fuerte y floreciente, y que era respetado por el resto de los reinos de
alrededor.
Este rey había sido muy feliz con su bella esposa durante
quince años. Tres lustros que pasaron tan rápido como la vigilia de la noche y
en los que había gobernado con su bien amada esposa para beneficio de todos sus
súbditos.
Mas este rey sabio fue visitado por el infortunio cuando la
reina enfermó y, tras luchar por todos los medios a su alcance contra el mal
que poco a poco apagaba a su compañera, finalmente la enterró en el mismo lugar
donde le había pedido la mano, bajo un viejo roble, en el centro del bosque
contiguo al palacio. Porque este rey sabio se había casado con una cortesana y
lo había hecho por amor.
Ahora, viudo y triste, solo podía encontrar ilusión para
seguir viviendo en su pequeña princesa, la única hija que había engendrado con
su amada reino y que era fiel reflejo de la madre, tanto por dentro como por
fuera.
El rey sabio educó a la princesa con esmero y devoción,
preparándola para ser un día la reina de aquel grandioso reino.
Pasaron diez años, la joven estaba ya en edad como
para ser dada en matrimonio, sin embargo, ningún pretendiente se le antojaba
suficientemente bueno a este padre celoso de su unigénita.
Otro lustro transcurrió en un abrir y cerrar de ojos. La
joven maduró y era la princesa más codiciada de aquella región de la Tierra. Y
el rey, por su parte, se marchitó ante la vista preocupada de todos sus
consejeros y nobles, quienes sentían cercana la llegada de la muerte y temían
por el futuro del reino.
“Debe dar sucesión a la corona, Majestad”. “Ha de entregar a
la princesa en matrimonio, Excelencia”. “Hay jóvenes bien preparados y que
serán un buen esposo, príncipes de otros reinos con los que hacer alianza…”.
Estos y otros consejos eran el desayuno, comida y cena del enfermo monarca. Mas
él guardaba silencio. Apreciaba tanto a su amada hija que solo quería que ella
se casase por amor y no tanto por la codicia del trono que él pronto dejaba
vacante.
La princesa no se casó a pesar de tener decenas de pretendientes,
pues los reyes de las otras dinastías sabían bien que el rey pronto volaría a
la eternidad. Ninguno era suficientemente puro, probadamente noble,
genuinamente enamorado, como para que el rey viese a su hija ir al altar feliz
y segura, y de esta forma descansar en paz.
Y así fue como un plan insólito, alocado, enfermo -a juicio
de sus consejeros- nació en el corazón del rey.
Hizo construir una humilde casa junto al roble en mitad del
bosque contiguo al palacio. Allí donde fue enterrada la reina y pronto
descansaría también él. Firmó, a su vez, el testamento y lo selló -con todo
secreto-, para que fuese leído por la princesa el día de su coronación a reina,
es decir, el día en el que ascendiese al trono su hija soltera, al mismo tiempo
que él descendía a la sepultura.
El rey sabio falleció. En llanto y duelo nacional fue
enterrado. También en tristeza y preocupación general la princesa fue coronada
reina.
El día de la coronación la pobre huérfana procedió a quitar
el sello del testamento. El escriba, amigo del rey, subió a una tribuna en la
gran sala de coronación del palacio para leer el documento. Todo el reino quedó
en silencio y contuvo la respiración. El testamento era corto y sobrecogedor.
El escriba lo leyó con voz clara y solemne:
“Dejo a mi amada hija dos herencias únicamente. La casa del
bosque, cercana a mi sepulcro, donde está el viejo roble bajo el que desposé a
su madre. Y le dejo mi cetro y corona, para gobernar sabiamente, como sé que lo
hará. Si mi unigénita queda soltera podrá disfrutar de la riqueza de la corona;
mas si decidiera casarse renunciará al patrimonio real e irá a vivir al bosque,
solo vendrá a palacio a administrar justicia y gobernar, pero no será suyo nada
de lo que hoy es el patrimonio del rey, pues se repartirá entre todo el pueblo.
Ni ella ni su esposo ni sus descendientes podrán tomar para sí nada de la
riqueza conocida del reino”.
Todos los presentes abrieron sus ojos -desorbitados- y sus
bocas para murmurar: “Se volvió loco, el rey…”. “Pobre reina…”. “Sí, sí… ¡reina
y pobre!, lo has dicho bien…”. “¿Qué clase de herencia es esta? ¡Así, nunca se
podrá casar la pobre princesa!”.
Razón tenían los cortesanos… El contenido del testamento fue
la comidilla de todos los palacios, de todos los reinos, de todos los campesinos,
de todas las plazas y tabernas del mundo. Apodaron a la princesa con el título
bufón de “La Reina Pobre” y de esta forma se la conoció el resto de su vida.
Tras el año de luto, impuesto por la tradición, la joven se
podría casar, pero ¿casarse con una mujer condenada a ese ridículo patrimonio: la
choza del bosque? ¿Qué negocio era aquel, si solo implicaba el pesar y la
responsabilidad del gobierno, mas sin fortuna ni palacio ni beneficios?
Muchos opinaron que sería para siempre una reina huérfana y
soltera.
Los pretendientes dejaron de interesarse en la bella joven y
hasta los hijos de los nobles, aconsejados por sus padres, pensaban que la
reina no era un buen partido. ¿Quién -en su sano juicio- quería reinar en
pobreza? ¿Quién cambiaría la comodidad de sus mansiones por una casa austera en
el bosque?
La única realmente feliz era la reina. A ella, como a su
padre, le atormentaba la idea de casarse sin amor, y no tendría problema en
reinar sola desde palacio, el resto de su vida, o gobernar desde la cabaña del
bosque, casada con un hombre verdaderamente enamorado.
Se dio por completo a su trabajo, siguiendo el ejemplo de
bondad y equidad de sus padres y sin más preocupación que la felicidad de sus
ciudadanos.
Pasaron dos años y, así como la muerte había visitado el
palacio anteriormente, ahora le llegaba el turno a Cupido. Ni más ni menos que
el hijo de la cocinera, con quien la princesa había jugado a las escondidas en
su infancia, ahora convertido en cocinero principal del reino, con él nació la
amistad y después la pasión.
Al principio fueron notas respetuosas: “Espero que la comida
esté al gusto de su Majestad”, escribía él. “Le felicito por el magnífico
postre”, contestaba ella. “Inspirado en su belleza he creado esta receta”, se
atrevió el chef. “Déjeme que lo felicite en persona”, rogó la reina. Y así fue
como, poco a poco, se construyó una relación que acabó en boda y que los
transportó, paradójicamente, del luto del palacio a la humildad de la casa del
bosque.
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Sin embargo, este no es el final del cuento, pues a la
mañana siguiente, tras la noche de bodas, un correo real llegó a la choza del
bosque y despertó a los enamorados.
Era el escriba veterano, aquel que había leído el testamento
el día de la coronación, quien, con una amplia sonrisa y sin mediar palabra,
les entregó una nota y se marchó al galope.
Nerviosos; llenos de intriga; abrieron la misiva y descubrieron
unas palabras del rey, de su puño y letra, que decían lo siguiente:
“Mi amada hija, te saludo desde la eternidad. Si estás aquí,
en esta cabaña del bosque, es porque has conocido el amor verdadero y con tu
esposo, a quien saludo también, habéis decidido reinar en la pobreza,
despojados de toda fortuna y comodidad.
“Os felicito. Vuestra decisión, ilógica para muchos, es la
más valiente y noble que jamás podréis tomar. Con ella probáis vuestra valía y
sincera entrega el uno al otro -sin dejar el compromiso con el cuidado del
reino-.
“Que todo nuestro patrimonio vaya a ser de los súbditos no
os debe doler ya que esta cabaña es más de lo que cualquiera pudiera esperar.
Solo mi escriba, mi difunta esposa y yo sabemos que en el sótano de esta humilde
casa -a simple vista- se encuentra el pasillo subterráneo que da acceso a la
mina de plata más grande de todo el continente.
“Y con este regalo bendigo vuestro amor y unión.
“Que lo auténtico y sencillo nunca pierda valor en el juicio
de vuestro corazón”.
Fue de esta forma sorprendente como la reina pobre y el cocinero
fiel descubrieron que dormían sobre un océano de plata y que podrían
administrar aquella riqueza para el bien del reino y de las futuras generaciones,
sin temer a que el tesoro material fuese más importante que el tesoro de su
amor.
Por cierto, y por extraño que parezca, decidieron vivir
muchos años más en la casa del bosque, junto al roble que vigilaba la tumba de
los reyes y donde serían enterrados ellos también.
FIN.
Juan Carlos P. Valero
Aquí tenéis el mensaje que me inspiró para escribir este cuento: El verdadero amor a Jesús, basado en la historia del joven rico (Marcos 10:17-22)
Aquí tenéis el mensaje que me inspiró para escribir este cuento: El verdadero amor a Jesús, basado en la historia del joven rico (Marcos 10:17-22)
No tengo nada, quiero seguir a Jesús.
ResponderEliminarHermoso !!!
Que hermoso es el amor verdadero sin apariencias ni por conveniencia solo el deseo de amar
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