Soliloquios #18

 

Soliloquios 18

Resistentes al cambio

La otra noche tuve un sueño malísimo. De esos que parecen una pesadilla por su componente de agobio y turbación, aunque sin llegar a ser tan macabro como otras pesadillas.
Soñé que iba por la calle, una calle muy concurrida, como las de grandes ciudades en hora pico. La marea de gente andaba en dirección contraria a la mía. Era mediodía y el Sol brillaba con furia.

De pronto me percato de que los que se cruzan conmigo me miran con ojos muy abiertos. Un matrimonio cuchichea mientras ambos reflejan reproche en sus rostros. Unas jovencitas son más descaradas e incluso se dan la vuelta tras pasar a mi lado, y alcanzo a ver, con el rabillo del ojo, cómo se ríen y siguen su camino comentando algo que tiene que ver con mi aspecto.

En mi sueño, automáticamente, me detengo y siento que estoy desnudo. ¡Estoy desnudo en medio de una calle atestada de viandantes bien vestidos! Mis mejillas comienzan a arder, por la vergüenza y, al mismo tiempo, un sudor frío aparece en mi frente.

Sin ningún disimulo y haciendo caso omiso a los que siguen su marcha, que todavía me miran con mezcla de curiosidad y de indignación, comienzo a palpar mi cuerpo para descubrir qué prendas me faltan. Toco mis piernas y, gracias a Dios, llevo puestos unos vaqueros. Golpeo mi pecho y confirmo que también llevo una camiseta que viste el torso. Suspiro con alivio. “¡Los zapatos!”, pienso, “¡Deben de ser los zapatos...!”. Levanto el pie izquierdo y luego el derecho, como si tuviera que ayudarle a mis ojos a ver mejor. Y nada... Calzo mis vans negras, a juego con la camiseta, del mismo color.

Sigo detenido en medio de la acera, sin entender nada de lo que está sucediendo, y vuelvo a fijarme en los que vienen de frente. Es en ese momento cuando me doy cuenta de algo: todos llevan mascarilla (máscara, tapabocas, cubrebocas, barbijo... ya me entiendes). Todos llevan puesta la mascarilla.

Muevo las manos impulsivamente a mi cara y solo puedo sentir mi barba desnuda. ¡Estoy en medio de la calle sin mascarilla! ¡Soy el único ciudadano que no tapa su nariz y boca! De ahí procedía la sensación de desnudo que me embargaba, así como las miradas de reproche o curiosidad que se me habían dirigido. que venda mascarillas (tapabocas, barbijo o cubrebocas...), esa prenda imprescindible

Busco alguna tienda cercana con la que no he salido de casa, en mi pesadilla, y que ya es parte del atuendo de todo el mundo en aquella gran ciudad. Giro sobre mí mismo para distinguir la oferta de mascarillas a mi alrededor y (aquí viene lo peor) diviso un kiosco que vende un par de modelos; un supermercado, que también vende; una boutique de ropa, que exhibe a los maniquíes con mascarilla a juego con el modelo que lucen; y, justo a mi izquierda, una tienda de souvenirs con un expositor en el que se ofrecen unos veinte tipos diferentes de mascarillas. ¡El único problema es que no llevo ni un céntimo encima y estoy lejos de casa!

Con ganas de gritar y de esconderme bajo alguna alcantarilla, termina el sueño y me despierto agitado.

Este anecdótico paseo de mi subconsciente se ha hecho realidad para más de uno, que hemos entrado a comprar con prisas a un establecimiento y nos hemos dejado la mascarilla en el automóvil o que hemos llegado al trabajo una mañana y caemos en la cuenta de que nos falta el cubrebocas. En España se suma, a la preocupación lógica de contagio, el hecho de que me puede sancionar la policía y el mal testimonio que dejamos, si no llevamos puesta la mascarilla, como ciudadanos poco responsables o inconscientes.

Todo ha cambiado en este 2020. Si no todo, al menos muchas cosas. Ahora veo una película en la que los protagonistas se abrazan, se estrechan la mano o van por la calle sin mascarilla, y me parece extraño. ¿Soy yo el único que tiene esa sutil sensación?

“Juan Carlos”, me dirás, “en unos meses no nos hará falta mascarilla; tendremos la vacuna y todo volverá a lo de siempre”. ¿Estamos seguros de eso? Por las noticias de expertos, científicos, la OMS, etc. parece que el 2021 va a ser el hermano gemelo del 2020, solo que algo más feo, ya que se acumula, junto a la crisis sanitaria, los efectos psicológicos y económicos de este fatídico 2020. Todos arrastramos algo de desgaste.

Para más desconcierto, salen a decirnos desde Cambridge que, siendo optimistas, nos preparemos para una pandemia cada cinco años. Así que, muchas cosas que consideramos excepcionales han venido para quedarse: las reuniones Zoom; la educación híbrida (presencial y a distancia); los geles hidroalcohólicos; las medidas de seguridad sanitaria en vuelos y grandes eventos; ¿las mascarillas?... probablemente también. Y muchas más.

La velocidad y brusquedad de los cambios nos ha producido, a la mayoría, mareos (si no vértigos). Como cuando alguien conduce a toda prisa con volantazos y acelerones inesperados; como cuando subimos a una atracción de feria (o subíamos, eso también ha cambiado) no apta para embarazadas y gente con problemas cardíacos.

El título de mi soliloquio, Resistentes al cambio, tiene un sentido doble. Por una parte, debemos ser capaces de adaptarnos a los tiempos y de cambiar hábitos o formas de hacer las cosas. No podemos ser resistentes al cambio. Debemos cultivar una mentalidad plástica, flexible, con facilidad de recalcular la ruta si nos bloquean un camino, o reinventar una forma diferente de hacer las cosas, si la de siempre es inviable.

Para aquellos que necesitan tenerlo todo controlado y que ofrecen una resistencia endógena al cambio, quizás acentuada por el paso de los años; para aquellos que están acostumbrándose a una realidad diferente con gran esfuerzo y, cuando todavía no se han hecho a lo nuevo, todo vuelve a cambiar; para los que se sienten tentados a tirar la toalla en la lucha por adaptarse a la posmodernidad y que conviven con la ansiedad de enfrentarse a un mundo de saltos continuos, hipervínculos, contradicciones, nuevas prohibiciones y reconfiguraciones; va a ser muy duro el despertarse cada mañana y hacer su día a día con normalidad, sobreviviendo a las altas demandas que todo lo cambiante les genera.

Una de las habilidades más importantes en el mundo poscovid será nuestra respuesta rápida y efectiva al afrontar los cambios. Tendremos que resucitar el espíritu peregrino, de manera que tengamos la maleta hecha para mudar de trabajo, de ubicación, de red social o de estrategia, con la misma facilidad con la que la nación de Israel movía las tiendas en el viaje del desierto, o que los patriarcas se trasladaban a un nuevo emplazamiento que les ofreciera mejores aguas o cierta tranquilidad, por un tiempo.

El espíritu de peregrinos y extranjeros nos ayudará mucho a la hora de asimilar los cambios. Nos recordaremos a nosotros mismos que no somos de esta Tierra y que nuestra vida es un viaje hacia Sion, la celestial. De ahí viene nuestro socorro. Allí está enraizado nuestro corazón. Este mundo loco, con sus locos cambios, no me puede cambiar a mí.

Y es aquí donde entra el segundo sentido de lo de ser resistentes al cambio. Un querido pastor y mentor nuestro solía decir algo así como que “de lo que se trata es de cambiar sin cambiar”. Podremos cambiar muchas cosas (formas, estrategias, emplazamiento, costumbres, métodos o medios), pero no cambiamos la esencia de las cosas. Educación sigue siendo educación. Familia sigue siendo prioridad. Iglesia es columna y baluarte de la verdad, que resiste erguida y sólida el vaivén de las modas y filosofías. Dios no cambia... ¡Afortunadamente! Él es estable, la Roca, siempre el mismo, sin variación, sin sorpresas nefastas.

La única sorpresa que podemos encontrar en el Señor es su formidable capacidad de hacer nuevas cosas, de innovar, de trabajar con el hombre cambiante, con el ser humano de todos los tiempos y de hablar, en el idioma de las diferentes épocas, las mismas verdades eternas e inamovibles.

Cuando solo podíamos difundir el saber por la forma oral, Él habló y obró, y así entregó grandes historias, cantos y revelaciones, para que pasaran de generación a generación. Al llegar la escritura, como principal forma de comunicar el conocimiento, nos dio su Palabra, su Libro. Con la irrupción de los medios de comunicación modernos, el Espíritu Santo inspiró el corazón de sus siervos para entender el cambio y seguir difundiendo su Palabra por la radio, la televisión, internet o las redes sociales. Y cuando no nos permitan compartir su mensaje por un medio, Dios abrirá nuevos caminos y creará nuevos canales para que su propósito siga avanzando entre los hombres.

Ningún cambio lo altera. Ninguna variación lo golpea. Él hace lo mismo de siempre: salvar, amar, darse a conocer, vencer el mal, dar sentido al sinsentido del ser humano. Y lo hace con una maravillosa y ejemplar capacidad creativa y evolutiva.

También nosotros podemos cambiar sin cambiar. Propongámonos el ser resistentes a todo cambio de esencia o valores, de verdades o de propósito, a la vez que ajustamos las velas para aprovechar los nuevos vientos y entendemos que debajo del Sol todo se mueve, todo cambia, y si no nos adaptamos a la nueva realidad corremos el riesgo de extinguirnos, como los dinosaurios, o de caer en la irrelevancia.

Por cierto, no te olvides tu mascarilla cuando salgas de casa. Llevarla encima es parte del cambio. ¡Un abrazo!

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