El cuento más bello jamás escrito
Lecciones del cuento El Príncipe Feliz, de Óscar Wilde
“Tráeme las dos cosas más preciosas de la ciudad”, dijo Dios a uno de sus ángeles. Y el ángel llevó el corazón de plomo y al pájaro muerto. “Has elegido bien”, dijo Dios. “En mi jardín del Paraíso, este pajarillo cantará eternamente, y en mi ciudad de oro, el Príncipe Feliz repetirá mis alabanzas”. Y así termina el cuento de Oscar Wilde, El Príncipe Feliz.
Es un cuento sencillo y fácil de comprender, pero lleno de enseñanza. Parece que, junto al escritor irlandés, podemos ver los bellos colores de Egipto; del río donde coquetea la golondrina con el junco; del Palacio de la Despreocupación (en el que no se permite la entrada al dolor); podemos imaginar el fulgor del rubí, de los zafiros; o el esplendor del oro que recubre la estatua… Y el colorido, que representa un mundo sin preocupaciones, del viaje imaginario de la golondrina, de la política inútil, que no tiene respuestas, contrasta con la noche en la que tienen los encuentros el Príncipe y la golondrina; también en la noche llevan a cabo sus misiones de ayuda; contrasta también con las casas lúgubres de los pobres, con las calles oscuras y los rostros pálidos de los niños que sufren hambre; contrasta con la estatua, que ya no está cubierta de oro porque se ha despojado de su ornamento; y con el plomo del corazón, que es un humilde metal. Todo lo que parece menos bello y menos colorido en la imaginación del hombre, sin embargo, es lo más hermoso que el ángel encontró y le llevó a Dios: ni más ni menos que una golondrina muerta y el corazón del Príncipe Feliz. Es para meditar.
En el cuento de Wilde se nos puede revelar Jesús como el Príncipe Feliz. Dice en 2ª Corintios 8:9: “Porque conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que siendo rico, sin embargo, por amor a vosotros se hizo pobre, para que vosotros por medio de su pobreza llegarais a ser ricos”. Eso es lo que hace el príncipe, quien antes vivía tras sus muros gigantes y era incapaz de entender el sufrimiento de sus ciudadanos. Él creía que era realmente feliz, ya que equiparaba la felicidad con el placer. No obstante, ahora, como estatua, el Príncipe Feliz goza de una visión privilegiada, en lo alto de la columna, y desde allí observa todo el sufrimiento de sus compatriotas y desea hacer algo para ayudarles. Y, efectivamente, lo hace: da su vida; entrega sus ojos y sacrifica su belleza. Por esa razón acaba fundido en el fuego de la fábrica. Salvando las distancias abismales (aunque nos sirve para la reflexión), Jesús, en la cruz del Calvario ¿acaso tiene belleza? Dice en Isaías 53:2: “Creció delante de Él como renuevo tierno, como raíz de tierra seca; no tiene aspecto hermoso ni majestad para que le miremos, ni apariencia para que le deseemos”. Jesús se humilló, se anonadó y lo dio todo. Entregó su propia vida y nos regala la riqueza más grande: el perdón de pecados y la paz con Dios. De esta forma nos abrió la puerta del Cielo. Entregándose así nos mostró lo que de verdad es hermoso y de gran valor a la luz de la eternidad.
Por otra parte, en el cuento, la golondrina vendría a representar a la Iglesia. Una iglesia que antes solamente pensaba en Egipto, en el mundo, en sus sueños, en viajar, en el placer, en jugar… Pero, poco a poco, se va enamorando del Príncipe Feliz y se convierte en su colaboradora para la obra de ayudar a los necesitados. Así debemos ser cada discípulo de Jesús, estar dispuestos a renunciar a nuestra propia comodidad y tener el mismo sentir del corazón de Cristo: “Haya, pues, en vosotros el mismo sentir que hubo en Cristo Jesús, quien se despojó; que no tuvo el ser igual a Dios como algo a lo que aferrarse; que se humilló hasta lo sumo y se hizo siervo de los hombres; y que se hizo obediente hasta la muerte” (Filipenses 2:5-8).
La golondrina se hace obediente a los deseos del Príncipe Feliz hasta sufrir su propia muerte. Pero una muerte, eso sí, honrosa: cerca del que ahora es su verdadero amor, y después de haber repartido felicidad y esperanza a todos los necesitados de la ciudad.
La fantástica historia nos recuerda cuál debe ser el sentir del corazón de la Iglesia. Somos la Esposa de Cristo. Nos hemos enamorado de Jesús y deseamos hacer su voluntad. Queremos hacer feliz a nuestro Príncipe de Paz (Isaías 9:6) y que en nosotros reine la gracia que hubo en Él: la de darse por los necesitados, hambrientos de pan natural y del Evangelio; convertirnos en los colaboradores del Esposo. La Iglesia sirviendo a nuestras ciudades.
Y, aunque parezcamos de tan poco valor como una golondrina muerta, o de escaso atractivo, como una estatua de metal oscuro, sin embargo, para Dios, a la luz de la eternidad, somos de gran estima y de incalculable belleza. “Has elegido bien”, dijo Dios al ángel que trajo lo más hermoso de la ciudad. “En mi jardín del Paraíso este pajarillo cantará eternamente”. La golondrina seríamos nosotros, los hijos de Dios, quienes estaremos eternamente con Jesús. “En mi ciudad de oro, el Príncipe Feliz repetirá mis alabanzas”, sentencia Dios.
Allí estaremos, para siempre con Cristo. Mientras tanto, aquí en la Tierra, esforcémonos por hacer felices a otros. Salgamos de nuestro palacio de cristal o de marfil, donde quizás estemos “encerrados” confortablemente bajo el espejismo de que una vida llena de colorido equivale a obtener placeres y dichas efímeras. A menudo nos olvidamos de lo gris, triste y difícil que es la vida para muchos ciudadanos de nuestras propias ciudades y para demasiados seres humanos.
Millones de corazones están esperando -aunque no lo sepan- a un Príncipe Feliz y a una golondrina sacrificada que puedan llevar la riqueza del Cielo hasta su anodina existencia.
Comentarios
Publicar un comentario