Cuento: El milagro del último Ruiz

El milagro del último Ruiz

El milagro del último Ruiz 

 

Era un diminuto pueblo pesquero de unas veinte viviendas pobres, esparcidas por la ladera perpendicular de una montaña bañada por el Atlántico, y que hubiese sido un acantilado inhóspito de no ser por una pequeña cala de apenas treinta metros de largo y setenta de ancho donde fabricaron un embarcadero de madera las pasadas generaciones de pescadores gallegos. De la playa de piedras y rocas se pasaba a la pared gris y verde de la montaña y, desafiando a la gravedad, las familias que fundaron la aldea habían construido casas cueva, aprovechando los balcones naturales. 

 

Fruto de la erosión, por las mordidas del tiempo al acantilado, se crearon grutas aquí y allá, como si la montaña invitase a un pueblo rudo y tesonero a instalarse y descubrir la riqueza del mar. La pesca era poca, pero la calidad de lo capturado inigualable. Del embarcadero a lavarlos, de lavarlos a las cestas de mimbre y, con mulos o asnos, a escalar la pendiente que mareaba al forastero, para encontrar, ciento veinte metros más arriba, la cumbre del macizo y el comienzo del camino al mercado del pueblo vecino, en el que vender lo pescado.

 

Si nacías en semejante paraje, acababas creyendo que ver el mar azul o gris, según el día, oler a sal y escuchar los golpes de las olas contra la roca es el sino de todos los mortales, y aprender las artes de pesca el único medio de vida. Por eso Teófilo se sentía fuera de lugar desde que tuvo uso de razón. No sabía nadar. Y lo que era peor, temía al agua. Hecho insólito al ser descendiente de curtidos pescadores. Sin ir más lejos, su padre: nadie conocía mejor que Rómulo Ruiz los caprichos del Atlántico; no había pescador más diestro o quien interpretase con mayor precisión las variaciones del tiempo. 

 

Cada noche Rómulo besaba a Constancia, su amada esposa; con la misma devoción besaba la cruz que colgaba de su cuello; y respondía con fidelidad ciega a la llamada del océano. Su única preocupación era el trauma de Teófilo. En el fondo, Rómulo se sentía culpable, aunque no hubiese día en que no reprochara a su unigénito la falta de agallas.

 

-Teófilo, un día faltaré -insistía en la cena de una tarde de primavera-. ¡Faltaremos tu nai1 y yo! Y tendrás que sostener tu propia casa. ¿Crees que remendar unas pocas redes o hacer los viajes a catro vellos2 será un sueldo? Cuando baja la faena nadie gasta una moneda en esa clase de ayuda. 

 

-Pues un día yo me iré de aquí, pai3 -Era toda la respuesta del mozo-. Si no lo he hecho ya, es por vosotros… Sólo por eso. 

 

Rómulo bajaba la cabeza. Después buscaba consuelo en los brazos de Constancia, dirigiendo los recuerdos a su padre y a su abuelo antes de dormir un par de horas. A la madrugada tocaba faenar como cada día. 

 

-Mujer, qué tozudo es tu hijo -decía en un susurro para que Teófilo no lo escuchara en la habitación contigua. 

 

-Tiene a quién parecerse -contestó la sufridora, abrazando por la espalda a su marido. 

 

-Será sólo en eso… En el oficio no sé a quién. Ni tus padres ni mis ancestros han temido a la mar. Respecto4 es una cosa, pero de ahí a no querer meter un pie. Menos mal que lo tuvimos cuando pai3 y avó5 criaban malvas. Hubiesen sentido… 

 

“Vergoña”6, iba a decir, solo que Constancia lo apretujó para que no brotara esa palabra de sus labios. Más preocupada que Rómulo estaba la anciana, y eso porque el corazón de su compañero había dado un par de avisos de no querer trabajar. Y de este mal murió Crisanto, su suegro, cuando era aún más joven que Rómulo. 

 

-La culpa es mía, Constancia -murmuró en un último bostezo el viejo. 

 

-No le des más vueltas al pasado y confía -Lo calmó su mujer, tocándole la cruz que descansaba cerca del pecho del pescador, para recordar con el gesto que la mayoría de cosas en la vida escapan a nuestro control, mas no al del Cielo. 

 

Al otro lado de la pared, Teófilo miraba al techo. Se imaginaba camino al pueblo donde vivía Santa y de allí, en tren, migrando a la ciudad para buscarse otro oficio; y acabar con la vista del Atlántico de todas las mañanas. ¿Cómo iba a imaginar que Fuensanta, a esas alturas, ya noviaba con otro joven, mejor partido a ojos de sus padres, el hijo del boticario? 

 

Antes de dormir, Teófilo revivió la sensación de ahogo de cuando se había caído al mar con apenas tres años, en un descuido de Rómulo, que en aquel tiempo ya era anciano, y que cometió el terrible error (esta era su espina en la conciencia diariamente) de no enseñar a nadar al rapaz7 a esa edad, como todos los pescadores habían hecho. 

 

Teófilo seguía viendo en su memoria el fondo negro del mar que lo tragaba, inclemente, mientras su pequeño cuerpo luchaba sin éxito para aferrarse a la luz de arriba. Luego, nada más, ya que perdió el conocimiento. Su padre lo rescató medio muerto, y allí acabó su amistad con el Atlántico. Era incapaz de superar aquel primer viaje, acompañando al viejo a faenar. 

 

Los proyectos de Teófilo, de buscar un porvenir lejos de allí, con la bella Santa, se truncaron aquella misma semana. Rómulo recayó. Otro achuchón al pecho: el último. Y antes de morir, con Constancia a un lado del lecho y su hijo al otro, extendió la mano temblorosa y abrió el puño sobre la palma de Teófilo. Con la mirada vacía, como el que ve lo eterno más claro que lo terreno, dijo débilmente el pescador: 

 

-Toma mi lugar, fillo8. Cuida a tu nai1. 

 

Le entregaba su colgante, que había sido a su vez de Crisanto y antes de Patricio, el abuelo, y ahora del último Ruiz sobre la tierra; el que era (según pensó el muchacho) la mancha en la corta genealogía de pescadores. 

 

Abrazáronse madre e hijo cuando Rómulo expiró. La una, infundiendo aliento más que llorando su dolor. Ya habría tiempo para eso. El otro, lamentando su suerte: Madre estaba demasiado mayor para llevarla consigo a la ciudad. Se moriría en el cambio, de vieja y de tristeza. Por tanto, la debía sostener ahora él, rogando a Dios que no viniese pronto el revés de una temporada escasa de pesca. 

 

Teófilo apretaba la cruz en su mano y decía por dentro: “Deus, non me deixe morrer de fame a´ vella9. Que no le añada sufrimiento a su corazón y se me marche de pena, porque me moriré yo después”. 

 

Enterraron al último Ruiz pescador y vivieron un año gracias al remiendo de redes y a los viajes en mula. Pero, por una parte, murieron un par de lobos de mar, que le daban trabajo al joven; y, por otro, bajó la pesca a tal extremo que Constancia y Teófilo comieron una semana de la caridad de los vecinos. 

 

La madre, con el corazón encallecido (porque así eran las mujeres del acantilado, duras como la roca e incansables como el mar), no decía nada al hijo. Cocinaba lo mejor que podía aquel único pescado que compartían resignados. Pero el joven no levantaba la vista del plato y, maldiciendo su suerte, hacía planes de pedir trabajo el siguiente lunes en algún puesto del mercado, siquiera como ayudante de tendero. Lo otro era batirse con sus miedos y echarse a la mar. “Si no sirvo pa cuidar de la vella10, ¿cómo voy a pregúntalle11 matrimonio a Santa? Así no puedo seguir”. 

 

Para hacer breve la historia, ni encontró trabajo en el pueblo ni pudo abandonar la aldea ni supo echarse a la mar. Y cuando la caridad de los vecinos cesó (tanta era la pobreza de pesca), una noche, Teófilo enfrentó sus fantasmas. Soltó amarras y fue a pescar algo que llevar a la mesa; más por amor a su madre que por valor. Y nada. Toda la noche con frío, con un nudo en el estómago, echando la red desde el centro de la barca, como si un leviatán lo fuese a devorar, y sin oficio ni beneficio, pues ni sabía pescar ni el Atlántico premió su intento.

 

Alboreaba a la distancia y la mar parecía una patena, sin más sonido que el graznido de alguna gaviota y sin rastro de otros pescadores (faenaban en zonas más propicias), cuando Teófilo se desesperó y estalló en lágrimas, y arrancándose de una la cadena de Rómulo la lanzó con toda su fuerza al agua, como si tras ella quisiera lanzar la vida entera. Mas con tan mala fortuna que el joven tropezó y vio sus pesadillas hechas realidad: volvió a probar el baño en el océano, veintitrés años después de su primer ahogamiento. Y ahora ¿quién lo salvaría de morir? 

 

Dicen que ningún vecino lo encontró. ¿Sería un pesquero a motor que pasó cerca y se extrañó de ver la barca vacía? Eso fue un misterio para Teófilo y para toda la aldea. Los más racionales y pragmáticos, los que descartan hablar del milagro de la transformación del hijo de Rómulo, del último Ruiz, creen que el mismo que le robó la barca se apiadó del chico y lo dejó en la orilla, medio ahogado. Unos piensan que sería un barco a motor, que en aquel tiempo solo unos pocos privilegiados pilotaban (nadie en la aldea). Según la teoría de la motora, la barca del muchacho les vendría bien y la remolcaron, después de abandonar a Teófilo en la playa. La otra opinión es que fue algún vecino quien salvó al rapaz7 y vendió su barca en otro puerto. Que ya se sabe, en tiempos de hambre hasta el mejor vecino se vuelve cretino. El caso es que, el Ruiz patán, el que no sabía nadar ni pescar, finó en el Atlántico aquel día; y el que resucitó en la playa pedregosa fue otro Teófilo. Según él mismo cuenta: “Todo gracias a una visión”. 

 

Dicha visión, de Teófilo, acabó conociéndose en otros pueblos, más como la leyenda de un pescador cualquiera que como un suceso real. 

 

-De mi segundo ahogamiento solo recuerdo que un pez me habló. Sí… Como lo oyes. Un pez plateado y de unos tres kilos. Se me paró delante y me dijo algo… Por supuesto, fue una visión. Me dijo: “Teófilo, despierta. Tu nai1 te espera. No temas al mar, que serás un gran pescador. Dios nos creó para el agua, y a vosotros, los de la aldea, no os faltará pesca. Solo sé amigo del mar, porque en el mar está tu misión”. Eso fue lo que el peixe12 me dijo -solía contar Teófilo Ruiz, el viejo pescador-. Y a partir de mi segundo ahogamiento y de tener esta visión, me cambió la vida. Como no tenía barca, me fui animando a salir a pescar con el vecino que se apiadaba de mi nai1 y de mí. Ensináronme13 a faenar. Y ensináronme13 a nadar también. Y de tenerle pánico al Atlántico pasé a enamorarme de él. Al final, sostuve a mi madre y, cuando mejoró la pesca, recollín14 lo suficiente para comprar mi propia barca de segunda mano. Y no sé si te lo creas o no, pero tal y como te lo cuento así aconteceu15… El primer viaje en mi barca fue de una suerte muy mala. Solo saqué morralla y un pobre peixe12. Nos lo comimos mi vella10 nai1 y yo, preocupados por si representaba el comienzo de otra época de escaseza16 (justo ahora que ya tenía mi barca), y felices al mismo tiempo, por recuperar la independencia de pescar, como antes habían hecho todos los Ruiz. Y cuando Nai1 sirve las porciones, poco para ella, que ya estaba enferma, y más pa mí, abro la robaliza17 y ahí estaba, te lo xuro18 -decía Teófilo, cruzando índice y pulgar, y besándolos con su diminuta boca, perdida en la barba blanca-. La cruz de pai3… Sin la cadena. La cadena la compré después yo… La misma cruz que tirei pola borda19 y que me hizo caer al agua. Allí estaba, en mi plato. Mi vella10 y yo choramos20 y nos abrazamos. Porque Nai1 sabía lo de la visión del pez y me dijo: “¡É un milagre, fillo! ¡É milagre!”21. 

 

A esta altura del relato, Teófilo sacaba la cadena con la cruz y la mostraba sonriente, como si aquel colgante de plata fuese toda la evidencia que necesitaba el que lo viese para creer en su cuento. Por supuesto, solo asentían los más educados, por respeto al anciano pescador, y se marchaban después diciéndose unos a otros: “¡Qué historias inventan en estos pueblos pesqueros! ¡El mar o las vigilias los hace propensos a crear leyendas!” (o cosas por el estilo). Aunque, para hacer honor a la verdad, más de un visitante de la aldea gallega ha vuelto a casa creyendo que realmente el viejo pescador experimentó un milagro, y que lo insólito se da con mayor frecuencia allí donde más se depende de Dios. 

 

Seguro que los románticos os preguntáis si, finalmente, tras enterrar a Constancia, Teófilo se casó. En absoluto. Fuensanta dijo “sí” al hijo del boticario, y el último Ruiz no tuvo más amor que el océano y su barca, a la que bautizó ‘La Santa’, en honor a su madre. 

 

Entre tú y yo, quizás también lo hizo porque, en algún lugar de su subconsciente, deseaba no olvidar a la joven con la que soñó una vida mejor.

 

FIN.

 

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1 nai y Nai: Madre.

2 catro vellos: cuatro viejos.

3 pai: padre

4 Respecto: Respeto.

5 avó: abuelo.

6 Vergoña: Vergüenza.

7 rapaz: joven, muchacho, chaval.

8 fillo: hijo.

9 Deus, non me deixe morrer de fame a´ vella: Señor, no permitas que haga pasar hambre a la vieja.

10 vella: vieja.

11 pregúntalle: pedirle.

12 peixe: pez o pescado.

13 Ensináronme: Me enseñaron.

14 recollín: junté.

15 aconteceu: sucedió.

16 época de escaseza: temporada de escasez.

17 robaliza: lubina.

18 te lo xuro: te lo juro.

19 tirei pola borda: lancé por la borda.

20 choramos: lloramos.

21 ¡É un milagre, fillo! ¡É milagre!: ¡Es un milagro, hijo! ¡Es milagro!


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¡Qué tragedia, si los pescadores tememos el mar y no sabemos pescar! 

 

Jesús nos llama “pescadores de hombres” y nos manda que lo sigamos para enseñarnos el oficio (Mateo 4:19 y Marcos 1:17). Sin embargo, según un estudio publicado por Crusade Contact (La Cruzada para Cristo) y elaborado por una sociedad de los Estados Unidos dedicada a realizar encuestas sobre temas de interés general, del total de los autodenominados cristianos el 70% no da nada para las misiones y el 95% nunca ha ganado un alma para Cristo. De ser esto cierto estamos ante un gran problema en cuanto al cumplimiento de la misión: el cinco por ciento está haciendo lo que le corresponde al cien. 

 

El mar “gime y llora”, en palabras de Marcos Vidal, y Dios desea que perdamos toda vergüenza o temor y que nos dediquemos cada día a la labor por la que Jesús nos tiene aún en la Tierra. Bien haríamos en seguir el consejo que un anciano pastor le dio a Billy Graham, poco después de que el gran pescador norteamericano se convirtiese: 

 

“Hijo, si haces tres cosas a diario serás un cristiano victorioso: 

1. Pasa quince minutos cada día leyendo la Palabra de Dios.

2. Deja que Dios te hable en tu oración quince minutos más. 

3. Y empieza el día con el decidido propósito de hablar por lo menos quince minutos a alguien acerca de Dios.

 

Billy Graham pescó a multitudes. Cada uno de nosotros, desde nuestra humilde barca, podremos alcanzar a muchos también. Espero que mi cuento te anime en lo referente a este sagrado oficio, y que te haga meditar, si lo lees con atención.

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