La Revolución de Jesús (por escrito y en audio)

La Revolución de Jesús,

Jesús vino a la Tierra para traer una Revolución. En este artículo encontrarás los dos mensajes en audio sobre Revolución y también, por escrito, estas ideas:

1.     El concepto ‘revolución’

2.     Las revoluciones fallidas del hombre

3.     La revolución como evolución

4.     La Revolución de Jesús

5.     La revolución de la Iglesia va a acelerar el retorno de Jesús


 

1. El concepto revolución 

Revolución implica cambio violento. Es una palabra que nos llega del latín tardío, revolutio, una vuelta o un cambio. Nos deja la idea de la acción y efecto de provocar un cambio radical o de dar la vuelta a algo. Una de las acepciones del DRAE es esa, cambio rápido y profundo en cualquier cosa. Es un cambio o transformación radical respecto al pasado inmediato. Implica violencia normalmente. 

 

Ce n’est pas une revolte, c’est une révolution1, dijo el duque de Liancourt a Luis XVI para dejarle bien claro que, tras la toma de la Bastilla el 14 de julio de 1789, lo que estaba sucediendo en Francia distaba mucho de ser una de tantas revueltas de un pueblo disconforme: era toda una revolución. Las revoluciones son como un barril de pólvora que se va cargando frustración tras frustración, injusticia tras injusticia, revuelta a revuelta, hasta que se coloca la mecha de la rebeldía y con cualquier chispa estalla. Sin embargo, siempre hay algún sueño en el corazón del revolucionario, un cuerpo doctrinal plasmado o no en papel, un nuevo orden de cosas que se persigue y que, expresado en principios y cohesionado por anhelos y dolores comunes, vendría a representar en nuestro símil las duelas del barril.

 

Como diría Jacinto Benavente2, “Con hambre sólo, pero sin ideal alguno, se hacen motines, pero no revoluciones”. Jesús era muy consciente de que su llegada a este mundo provocaría una revolución no violenta. Sin querer cambiar las estructuras de poder, más bien, en palabras del filósofo y escritor Juan Simarro3, “de abajo a arriba”. El pastor y presidente honorífico de Misión Evangélica Urbana, con el aval de una vida dedicada a los pobres, nos presenta a un Jesús revolucionario, “que hizo su revolución desde abajo, desde los bajos fondos, desde los pobres, los desclasados, los proscritos... revalorizando a sectores que eran estigmatizados y marginados”. 

 

Jesús trajo a la tierra una revolución, pero una revolución pacífica y silenciosa. Cambiando corazones fue transformando el mundo, enseñando el Reino de Dios como una nueva cultura, con principios revolucionarios, como que “los últimos son los primeros” o que “el grande es el que sirve” y el bendecido es “el que da más que el que recibe”, provocó el desmoronamiento de estructuras injustas y egoístas. 

 

2. Las revoluciones fallidas del hombre 

El llamado poeta de la duda, Gaspar Núñez de Arce4, expresó lo peligroso de las revoluciones humanas en seis versos:

“No es la revolución raudal de plata
que fertiliza la extendida vega:
es sorda inundación que se desata.
No es viva luz que se difunde grata,
sino confuso resplandor que ciega
y tormento o vértigo que mata”.

 

En toda revolución hay algo desmoralizante cuando el hombre traiciona al hombre, cuando lo nuevo acaba siendo parecido a lo viejo, con otro nombre quizás. Un ejemplo de esto es Mayo del 685. En prácticamente todo el mundo, la primavera de 1968 estuvo marcada por disturbios estudiantiles que confluyeron en protestas contra la guerra de Vietnam y la moderna sociedad de consumo. Especialmente en Francia se produce una crisis social tras diez años de gobierno de Charles de Gaulle. Estudiantes e intelectuales clamaban por cambio, una revolución radical que les acercase a la modernidad; mientras que la clase trabajadora exigía aumentos salariales y mejores condiciones. Aquella revolución con tintes anarquistas obligó a los empresarios a hacer concesiones y, aunque suscitó reformas, provocó también una posterior decepción generalizada. En palabras del teólogo y periodista José de Segovia6, “el sueño de liberarse del yugo del sistema no llegó a materializarse y produjo mucha frustración”. ¿Cómo lo explica De Segovia? Porque el enemigo está dentro de uno mismo y no basta con poner al hombre como centro si después nos traicionamos a nosotros mismos. La cura para ese mal endémico la produce el Evangelio Revolucionario, ya que Jesús hace posible el poder sobrenatural de Dios para transformar a las personas desde el interior (vuelvo a citar al pastor madrileño) “en una experiencia de renovación interna que nos lleva a una vida nueva”.

 

3. La revolución como evolución

Siempre hubo y habrá revoluciones como parte de la evolución, bien sea por una suerte de enmienda a la totalidad de lo establecido o por una precipitación de factores que provocan un salto adelante en el tiempo, redibujando el mundo abruptamente, como sucedió en la Revolución Industrial. “La república muy estragada no sufre remiendos, y por esto se ha de renovar del todo”, sentenció el aforista español Joaquín Setantí7. Y razón no le faltaba, pues hay momentos de renovación en los que lo establecido no soporta ni un remiendo más. 

 

Jesús no vino a remendar la religión judía ni a acomodar una nueva espiritualidad en el contexto fariseo y saduceo. Su nacimiento humilde fue el comienzo de una revolución del odre en sí (Mateo 9:17) haciéndolo todo nuevo. Jesús de Nazaret no trajo un nuevo mundo, pero sí una nueva creación en cada uno de los que creemos en él. No suplantó los gobiernos políticos y religiosos, pero el reino que se entrona en una familia es levadura que transforma la sociedad (Mateo 13:33). La pequeña semilla de mostaza de la Palabra de Dios tiene tal poder revolucionario que no reforma o parchea al hombre, sino que lo hace renacer en un nuevo hombre (Efesios 2:15,24 y Juan 3:7) que podrá conquistar las bendiciones del Cielo y plantarlas en la Tierra: justicia, verdad, humildad, solidaridad, honor, perdón, paz... Eso sí que es evolución. 

 

Observo paralelismos entre la sociedad americana de los 60 y 70 y nuestro mundo hoy. Fue aquel un tiempo marcado por los cambios generalizados de las estructuras. Los valores tradicionales de la familia americana habían entrado en crisis con la generalización del divorcio, una ruptura entre la cultura juvenil y la Iglesia tradicional, la carrera armamentística de la Guerra Fría, los conflictos raciales, el auge del consumo de droga, etcétera. Hoy presenciamos un intento de redefinición también, pero de la identidad y de la familia o la sexualidad. Toda una revolución que, lejos de producir progreso, nos deja sumidos en la confusión y el vacío interior.

 

La revolución en el tiempo de los hippies tuvo de fondo que los jóvenes buscaban a Dios y la verdad a través de la droga. La droga de hoy está en las pantallas de los teléfonos, las tabletas, los PC y las Smart Tv. Aquellos se embarcaban en viajes psicodélicos por LSD; hoy los viajes en búsqueda de otro mundo que llene el vacío son con videojuegos, redes sociales o películas. Pero es una tragedia similar: el hambre de lo auténtico (verdadera amistad, verdadera paz, verdadero amor y verdadera identidad), que no será saciada hasta conectarnos con nuestro Creador y redescubrir en Dios su amor por nosotros y nuestro valor esencial y propósito en su plan. ¿Por qué el ser humano sigue queriendo redefinirlo todo? Por estar cansados de algo que no sacia.

 

Diría el profeta Jeremías, “ha perecido la verdad, ha sido cortada de su boca” (Jeremías 7:28). Pero ¿por qué llega a decir eso de Israel? Porque era una “nación que no escuchó la voz del Señor su Dios ni aceptó corrección”. ¿No es una radiografía de todas las naciones en el presente? 

 

Otro profeta de las letras, Pío Baroja8, escribió en su obra Las veleidades de la Fortuna: “La revolución es una época para histriones. Todos los gritos sirven, todas las necedades tienen valor, todos los pedantes alcanzan un pedestal...”. Y lo dijo sin acceso a TikTok, Instagram, Facebook, YouTube o cualquier televisión en abierto. Se respira aire de revolución, pero los aromas que transporta el cambio que propone el hombre posmoderno apestan como carne putrefacta o intoxican como el humo de una guerra. Es urgente que Jesús genere de nuevo su revolución, como lo hiciera en aquel contexto entre los jóvenes norteamericanos, con un despertar que ganó la salvación de miles de hippies, quienes dejaron la droga y el sexo libre por la adoración y los principios de la Biblia. Algo tan sonado y llamativo que en cinco años la portada del Time9 pasó de preguntarse “¿Dios está muerto?” en 1966, a declarar “The Jesus Revolution”, el 21 de junio de 1971, constatando el regreso de la figura de Jesús “entre los hijos de las flores”10.

 

4. La revolución de Jesús

Jesús trae revolución. Podría decir “trajo”, pero la sigue proporcionando en el presente. Revolución en el sentido de un cambio profundo o de una transformación radical respecto al pasado inmediato. “Las cosas viejas pasaron y he aquí todas son hechas nuevas” (2ª Corintios 5:17). Y esta revolución tiene algo de violento también, pero no en cuanto a matar o hacer daño, todo lo contrario. Cristo Jesús fue un revolucionario al dar su vida por amor a nosotros, para derrocar a Satanás y proveer perdón de pecados. 

 

Sin embargo, es una revolución que implica violencia por dos motivos. Primero, porque debemos ser valientes y radicales en las decisiones de seguir a Cristo y ponerlo como lo primero en nuestras vidas (Mateo 11:12). Segundo, porque ser discípulos de Jesús suele significar que nos odien o rechacen. Es decir, sufrimos una violencia que debemos soportar pacíficamente y hasta con regocijo: “No he venido a traer paz, sino espada” (Mateo 10:34-39). 

 

Ser discípulos de Jesús nos convierte en revolucionarios, dado que propiciamos cambios en el mundo al salvar a otros predicando el evangelio y al ir contra corriente. Pues el sistema de este siglo malo, contrario a Dios, deja de ser lo normal para nosotros y empezamos a vivir bajo otros parámetros que son de luz, y la luz confronta las tinieblas. 

 

Ahora bien, lo revolucionario de ser cristiano inicia con un sentimiento de hartazgo hacia nosotros mismos. “Algo debe cambiar en mí”, nos decimos; o “Mi familia necesita una transformación con urgencia”. De esta forma, lo más importante para nuestra propia revolución es anhelarla y abrirnos al Espíritu de Dios, quien es el principal agente revolucionario. 

 

Desde que creí en Cristo, me levanté en guerra contra mi carne, contra el pecado que está en mí. Es la clase dominante a batir: el yo o el viejo hombre. Nunca perdamos la condición de revolucionarios preguntándonos diariamente, “¿qué debería cambiar en mi vida?”. Por esta lógica de inconformismo y deseos de cambio, el cristianismo nos propone (y hace posible en el poder de Cristo) una constante evolución. De ahí que me atreva a decir que sin revolución no hay evolución. 

 

¿A qué compararíamos los hombres de aquella generación? Semejantes son a los que no bailaron al sonido de la flauta ni lloraron con la endecha (Lucas 7:24-35). Jesús trajo una revolución a Israel y muchos no entraron en este mover de Dios, porque resistieron la revolución de Juan el Bautista y, peor aún, se opusieron a la revolución de Jesús. De manera que necesitamos una revolución personal, esto es, un cambio profundo y violento, pero que nos introduzca en un mover de Dios global: la transformación del mundo. 

 

He aprendido algo al meditar en las revoluciones que el Señor ha traído a mi propia vida: que sin revelación no hay revolución. Dicho de otro modo, la revelación activa la revolución. Porque es la Palabra de Dios la que nos va transformando. ¡Cuántos libros, predicaciones, textos bíblicos recibidos en vigilias de oración, cuántos paseos con Jesús que han revolucionado mi existencia! ¿Por qué? Porque me han introducido a un nuevo nivel de conocer a Cristo y he podido evolucionar abruptamente.

 

Como los discípulos de Emaús. Ardieron sus corazones, el motor espiritual se revolucionó. Comprendieron la resurrección, y aquella nueva revelación caminando con Jesús los revolucionó para siempre. Cambiaron el destino de su viaje y regresaron corriendo a Jerusalén para anunciar su buena nueva (Lucas 24:13-35). 

 

Otra cosa que sé por propia experiencia, y así me lo enseña la Escritura, es que en toda revolución hay algo que debemos sacrificar. Quizás debemos dejar una forma o un formato. Probablemente habrá que sacar algún Acán del campamento de nuestro corazón. Quizás perder el miedo a lo nuevo o vencer el orgullo de “esos no me pueden enseñar a mí”. Habrá un precio que pagar si queremos revolución espiritual. ¿Salir de nuestra comodidad? ¿Reenfocar nuestra vida o llamado? ¿Aferrarnos al Señor en oración y no soltarlo hasta que nos bendiga? 

 

Algo de esto captó el teólogo suizo Adolf Keller11 al escribir, “La revolución debe tener algo que quemar que anteriormente haya sido adorado”. ¡Cuántas iglesias no han podido entrar en una revolución espiritual necesaria para su tiempo por estar aferradas a una estructura o tradición, liturgia o intereses humanos!

 

Dios nos llama a ser un pueblo revolucionado y eso pasa por estar siempre abiertos y buscando las revoluciones del Espíritu Santo. Él, el Paráclito, sigue creando, transformando, produciendo revolución, como en el libro de los Hechos o en los despertares y avivamientos de la historia. Cuando una revolución del Espíritu llame a nuestra puerta, ¿sabremos acogerla? 

 

5. La revolución de la Iglesia va a acelerar el retorno de Jesús

Finalmente, quiero meditar en la metáfora del motor. ¿Puedo estar revolucionado y no generar ningún movimiento? ¿Acelerar y acelerar y revolucionar mi interior hasta dañarme? Sí. Y esto porque debo ser parte de todo un engranaje. Además del acelerador, he de accionar el embrague y las marchas, siendo parte de un engranaje mayor que me lleva a estar en movimiento con otros. Pero ¿cuál es nuestro movimiento? Hacer discípulos a todas las naciones y que el Evangelio llene toda la tierra. 

 

A Noé, la palabra que recibió del Señor lo aceleró, pero además generó un movimiento, ya que engranó con los suyos para que el vehículo, el arca que crearon, salvara, en este caso solo a su familia y a los animales. Ahora bien (piensa en ello) la revolución de Noé aceleró el fin de aquel mundo. 

 

Aunque nadie se salvase, cosa que no sucederá, somos parte de un mover de salvación, engranados con hermanos de todo el orbe. La Iglesia de Jesús es su Cuerpo, un vehículo que lleva las buenas nuevas, proveyendo la oportunidad de salvación a todas las naciones. Nuestro trabajo no es salvar, sino dar la oportunidad de salvación como hiciera Noé. 

 

Los hombres serán expuestos a este gran mover de Dios de los últimos tiempos: una revolución que, no solo nos hará arder con el fuego del Espíritu en santidad y comunión con Dios, además nos colocará en marcha, engranados unos con otros para afectar nuestro mundo.

 

Me atrevo a asegurar que la revolución de la Iglesia acelerará el retorno de Cristo Jesús.

 

 

1. “Esto no es una revuelta; es una revolución”. Ce n’est  pas une revolte, c’est une révolution.

EL DUQUE DE LIANCOURT a Luis XVI, a propósito de la toma de la Bastilla, 14 julio 1789. (Cfr. T. Carlyle, French Revolution, p. 1.9, III, ch. 7.).

2. “Con hambre sólo, pero sin ideal alguno, se hacen motines, pero no revoluciones”. J. BENAVENTE, Figulinas, VIII.

3. Entrevista realizada por Jacqueline Alencar a JUAN SIMARRO en Protestante Digital.

4. G. NÚÑEZ DE ARCE, Gritos de combate: Estrofas.

5. Artículo del historiador MIGUEL ÁNGEL FERREIRO en el blog El Reto Histórico: ¿Por qué surgió el «Mayo del 68»?

6 Entrevista a JOSÉ DE SEGOVIA en Protestante Digital: La revolución de mayo del 68 y la revolución de Jesús.

7. J. SETANTÍ, Centellas de varios conceptos, 15.

8. PÍO BAROJA, Las veleidades de la Fortuna I, III.

9. Artículo de PETER LARSEN en Los Angeles Daily News: ‘Jesus Revolution’ tells the true story of Christian hippies and an Orange County church

10 Artículo de JOSÉ DE SEGOVIA en el blog Entrelíneas: La Revolución por Jesús.

11 A revolution must have something to burn that has been adored. “La revolución debe tener algo que quemar que anteriormente haya sido adorado”. A. KELLER, Church and State on the European Continent, 1936, pág. 111.


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