Cuento 'El Viaje de la Verdad'


Cuento: El viaje de la Verdad

 

Hubo un día cuando la Humildad, la Obediencia y la Verdad tuvieron que hacer un largo viaje a pie por una inhóspita región. Debían llegar con la luz del sol, pero por dificultades del camino y lo lento que avanzaban, avistaron ya de noche su destino, preguntándose si alguien a esas horas les recibiría.

 

Por fin en la aldea, llamaron a la primera puerta. Tardaron en abrirles.

 

—Somos Obediencia, Verdad, y yo, quien le habla, me llamo Humildad. Pertenecemos a esta aldea, aunque hemos vivido fuera muchos años. Debemos dormir aquí. ¿Tendrán posada para estos tres cansados peregrinos?

 

El hijo de Adán, de pie ante ellos, los miró con desdén, inspeccionando su apariencia. Tras unos incómodos segundos, preguntó:

 

—¿Y cuánto pueden pagarme?

 

Obediencia tocó una bolsa de monedas atada a su cintura y respondió.

 

—La verdad es que vamos a tener que posar aquí una temporada y debemos racionar nuestros recursos. ¿Usted, cuánto nos cobraría?

 

—¡Si es más de un día, no me interesa! —masculló el aldeano y con mueca de decepción, de un portazo, acabó la charla.

 

Se miraron asombrados, Humildad y Obediencia, y encogiéndose de hombros buscaron otra casa donde brillase luz en la ventana.

 

Toc, toc, toc. Toc, toc, toc.

 

Una hija de Eva, que cosía a esas intempestivas horas en el salón cercano a la entrada, voceó del otro lado de la puerta que qué demonios querían.

 

—Solo una cama y un poco de agua para asearnos —rogó Humildad y, aprendiendo de la reciente experiencia, añadió—. Solo esta noche... Mañana, si no hay cómo quedarnos, buscaremos dónde morar en la aldea.

 

—¿Creen que no sé que me mienten? ¡Saben que mi marido anda de viaje y quieren robarme!

 

—¡Jamás! —exclamó Obediencia—. ¡Somos gente de bien! ¡Créanos!

 

—Queda poca gente de bien —sentenció la señora—, y no fiaré a la suerte descubrir si son ustedes buenos o malos. Creer solo creo lo que veo. ¡Márchense!

 

Y con tan amarga orden zanjó la conversación. Oyeron cómo volvía al salón, en paso ligero. Se apagó la luz de la ventana y el quejido de una vieja escalera de madera anunció que la hija de Eva se iba a la cama.

 

Obediencia, Humildad y Verdad, extenuados y cabizbajos, siguieron su marcha, adentrándose en la aldea hasta llegar a la Plaza Central, donde un cartel escrito a mano, con poco esmero, rezaba: Mesón El Viajero.

 

—¡Aquí sí que nos recibirán! —dijo Humildad, lleno de esperanza.

 

Tin, tin, tin, tin, tin.

 

Tocaron una campanita que colgaba del techo del porche. Tres minutos más tarde, les abrieron la puerta el mesonero y la mesonera.

 

—¿No ven que hemos cerrado? —protestó el hombre con desidia.

 

—Pero, señor mesonero, acabamos de llegar al pueblo. ¿No le queda algo libre para estos pobres viajeros? —preguntó Obediencia, alzando la bolsa de monedas para dar a entender que pagarían lo necesario.

 

—Todo está ocupado... Han llegado tarde —rezongó el mesonero, secando las manos que no estaban mojadas en su mugriento delantal.

 

Su esposa, apaciguada por el tintineo de las monedas en la bolsa, lo agarró del brazo e intervino:

 

—Perdonen las formas de mi marido. Está cansado a estas horas y más huraño de lo normal. Empecemos de nuevo. ¿Cómo se llaman, gentiles visitantes?

 

—Yo, Humildad —Se presentó Humildad tocándose el pecho.

 

—Yo, Obediencia —Hizo lo propio su compañera, y señalando a Verdad anunció—. Y él, Verdad.

 

Verdad no dijo nada.

 

La mesonera palideció al instante, miró de soslayo a su esposo, dio un paso atrás y no volvió a abrir la boca.

 

—¡Les he dicho que todo está ocupado! —protestó a gritos el mesonero.

 

Los tres forasteros no entendían el motivo del enfado. Algún candil más arriba hizo brillar ventanas en la negra fachada, y en la vivienda de enfrente un jovencito asomó la cabeza por la puerta entreabierta.

 

—¿Ni siquiera un rinconcito? No les molestaremos.

 

—¿Que no me molestarán? ¡No estaría yo tan seguro! Cuando hable ese que ahora calla, ya veremos en qué problemas nos mete —argumentó el hijo de Adán, dirigiendo su mirada descaradamente hacia donde se hallaba Verdad—. ¡Lo siento, sigan buscando!

 

Y otra posada cerró su puerta, aquella desagradable noche, en una mísera aldea de un lugar del Oriente, pero que podía haber sido cualquier otro pueblo de la tierra.

 

Sumidos en tristeza, mas llevados por la urgencia de Verdad, Obediencia y Humildad caminaron todo lo rápido que pudieron en busca de algún pueblecito cercano. Sin embargo, solo consiguieron llegar hasta las afueras de la aldea. Entonces, un dolor súbito partió en dos a Obediencia. Humildad forzó la puerta de una cabaña y adivinó, por el olor a bestia, los validos y mugidos, que unos pocos animales se cobijaban dentro.  Cerró con sigilo, allanó un montón de paja, descabalgó a Obediencia, que ya estaba en un ay, y la acomodó, echando su manto sobre la paja.

 

Así fue como, minutos más tarde, nació Verdad. Rechazado por los hombres y acogido por animales; en la soledad de un establo y sin más ayuda que la protección de ángeles. La Verdad irrumpió en el mundo, alumbrada por Obediencia y teniendo a Humildad como partero a la fuerza.

 

Pronto desapareció la congoja, porque el Hijo había nacido. Y aunque en la aldea muchos cerraron su casa, unos humildes pastores y, más tarde, varios sabios llenos de obediencia también festejaron aquel sin par acontecimiento.

 

Desde entonces sigue sucediendo lo mismo en todas partes. La Verdad llama a la puerta de todos los hogares y quiere nacer en los corazones de los hijos de Adán y de las hijas de Eva, y está sobradamente probado que son los humildes y, además de estos, los obedientes quienes acogen a Verdad en su seno.

 

Es vergonzoso reconocer que en algún que otro lugar, tan solo entre los animales, tiene cabida el Creador; que los hombres únicamente piensan en dinero o temen a Verdad o quizás no quieren molestarse con ella.

 

¿Y tú? Si hoy llamaran a tu puerta Humildad, Obediencia y Verdad, ¿tendrías un rincón en tu casa para ellos?

 

Juan Carlos P. Valero

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