Vuelvo a intentarlo
Un rodillazo en el estómago, seguido de un puñetazo, fue su forma de decirme que no se andaba con rodeos, que aquella sería una pelea a muerte desde el principio. Tomé oxígeno y le di la patada más fuerte que era capaz de lanzar, justo en su costado. Era el momento de la llave que había aprendido tras meses de entrenamiento, y lo hice tan rápido como un pestañeo. Giré sobre mi propio cuerpo apoyado en la pierna izquierda y con el talón de la derecha le propiné un golpe mortal en plena mejilla. Cayó al suelo inmediatamente y gritó con rabia: “¡Maldita sea, has estado ensayando!”.
Aquella era la forma en la que Armando y yo pasábamos algunas noches de lunes, jugando al Street Fighter. Y precisamente esa pelea fue mi primera victoria y, para mayor humillación, con el avatar de la china delgaducha.
Todavía hoy me pregunto cómo acabamos, dos tipos tan diferentes, viviendo juntos. Yo era amante del silencio y Armando una máquina incansable de hablar. A mí me gustaba la cuchara y las lentejas; a él, el tenedor y la hamburguesa. Si yo cerraba la cortina, iba él y subía la persiana. Yo odiaba el teléfono y a Armando le llamaba media España. Y lo que es peor, yo de cuna bética y me tocó de compañero de piso un fanático del Sevilla. Maravillas de la crisis y del desempleo y de los cartelitos buscando compañero de piso. Mi nombre es Ramiro y él, como ya os he dicho, se llamaba Armando.
Para explicar por qué dos treintañeros en paro compartíamos piso debo remontarme al año 2002. En aquel tiempo, jamás me hubiese imaginado soportando en la habitación contigua a un juerguista guasón. Todo lo contrario de lo que era yo: estudiante laureado que acababa de recibir el premio ‘Emprendedor Andaluz del Año’ y que me comía el mundo. Cuatro años después, el mundo me había comido a mí, pero tras una mala digestión me vomitó sin un duro, medio calvo y en el paro. La verdad es que, si alguien me hubiese augurado que acabaría así no lo habría creído. ¡Yo, un prometedor empresario, subvencionado por la Junta de Andalucía para poner en marcha mi proyecto y que llevaba el timón de una fábrica que parecía navegar rumbo al éxito y la fortuna!
Mi producto había sido toda una revolución. El compuesto, extraído de cáscaras de nuez, hacía las veces de madera. Además, era ignífugo, impermeable, resistente a la humedad, moldeable y respetuoso con el medio ambiente. Para mí era la madera del futuro y para los clientes que se estaban interesando desde diferentes países, Futurmad, mi empresa, un filón de oro donde invertir (no solo comprar, como lo habían estado haciendo hasta el momento). En poco tiempo pasé de estudiante universitario, lleno de sueños y acné, a joven empresario envidiado por mi proyección, situación económica y vida social. El sueño de cualquiera, o eso pensaba yo; hasta que me di cuenta de que Alicia, mi novia, estaba más hueca que un maniquí, mis “amigos” no me apreciaban a mí, sino a la imagen que proyectaba y mi ascenso meteórico era eso, demasiado rápido y alto para ser real. Fue entonces cuando empecé a sentir vértigo y a convivir con un constante nudo en el estómago. Tenía a treinta y siete personas trabajando en la fábrica, el teléfono no paraba de sonarme (desde entonces desarrollé una alergia hacia el dichoso aparato), viajaba cada semana y tomaba decisiones importantes a un ritmo de infarto.
Por hacer breve la historia, les diré que los japoneses, uno de los clientes más fuertes, construyeron todo un pueblo con puertas de Futurmad en una zona de alta humedad. Aún no me explico cómo, pero todas se deformaron y tuvieron que cambiarlas. Perdieron una fortuna. El que más pagó las consecuencias fue el directivo japonés que había apostado por mi producto alternativo: se cortó un dedo, según él “por cuestión de honor”. Después de ese fracaso la empresa fue cuesta abajo, directa al desastre. Los moldes necesarios para los muebles de diseño italianos eran demasiado costosos, y el proceso de acabado se complicaba tanto que no hacía rentable el producto para los fabricantes transalpinos. Y en cuanto a la compañía islandesa, que iba a convertirse en el mayor accionista de mi negocio, reconsideró su oferta después de estos pésimos resultados. El resto del cuento fue que quise salvar lo insalvable, hasta arruinarme, quedar en los huesos, más solo que Job y, claro está, sin Alicia. Ella me dijo que no estaba preparada para todo ese “mogollón”, siendo como era hipertensa y sagitario; que había consultado con su médico de cabecera y con su revista dominical, respectivamente, y que lo mejor para los dos sería dejarlo.
Ahí estaba yo, cuatro años después, viviendo con el gran Armando y buscando trabajo. Pero lo que recuerdo a la perfección fue el diálogo que mantuvimos con su padre, en la cocina de nuestro piso, un 14 de diciembre de 2006. Ahora sé que ese momento iba a cambiarlo todo.
—¡Ramiro, quillo! ¡Ya te has vuelto a quedar pasmao! A veces me gustaría saber por dónde viaja tu pensamiento.
—Perdona, Ramón, ¿me decías?
—Vamos a ver... Llevo media hora hablándote y tú me contestas, ¿me decías?
El padre de Armando era gestor de seguros, el número uno en Andalucía, además, un apasionado creyente que había educado a su hijo en la fe bíblica y que asistía regularmente a una iglesia evangélica del barrio de Triana. Ramón nos visitaba semana sí y semana no, sobre todo para intentar meter en vereda a Armando y que terminara cuanto antes su “viaje de hijo pródigo”, según decía él. A mí me sermoneaba con más cuidado. Sobre todo, tramaba un esfuerzo estéril por hacerse cercano (yo se lo ponía difícil) y me intentaba dar ánimo. Si podía, evitaba estar en casa en las visitas de Ramón. Aquella tarde me pilló infraganti y no supe cómo escapar de su plan de “activador de parados”, ya que había traído cena para los tres del chino de la esquina. Me tocó aguantar la chapa de Ramón, previa ayuda de Armando, quien me golpeaba con su pie bajo la mesa de tanto en tanto, para que le siguiera el rollo a su padre.
—Miarma, con razón no te comes una rosca, eres más callao que un mafioso en comisaría.
—Lo siento, de verdad, Ramón. Repíteme, que estoy atento.
—Os estaba comentando esta noticia que he imprimío en la oficina. ¿Qué os parece? Habla de la industria imparable de los videojuegos, que está subiendo y batiendo récords... ¿Habéis pensado en lo que podríais hacer los dos, juntos? Tú tienes capacidad para llevar una empresa y mi zagal es informático y se ha movido en ese mundillo. ¿No podríais intentarlo?
—¿Intentar qué, Ramón?
—¡Hacer un juego! ¡Uno chulo! ¡Os podría ir muy bien, chavales!
Armando se quedó pensativo unos segundos mirándome con el ceño fruncido hasta que tomó la palabra.
—No es tan loca la idea, tío. Montamos nuestro lugar de trabajo aquí mismo... ¿Y quién sabe? ¡Primero el videojuego, después la película y hasta la saga! Vaya, nos retiramos a...
—¡Para, para, para! —lo interrumpí haciendo el alto con la mano—. Ya me lo estoy imaginando. A ti te echaron de tu empresa por lo que te echaron, y yo hundí mi negocio y casi acabo con un ataque al corazón y endeudado de por vida... Lo único que me salvó fue lo de la patente, que me la quisieron comprar los vascos... ¿Sabes lo que estás diciendo, Armando? ¡Déjalo, anda! ¡Que esas ideas las carga el diablo!
A Ramón se le notaba satisfecho de que al menos hubiese logrado entusiasmar a su hijo. Ahora, le quedaba convencerme a mí.
—¡Nada de diablo, picha! ¡Esto puede venir der cielo! Der cielo y bueno... También lo hemos estado hablando Rut y yo.
—¡Papá! ¿Cuándo has estado hablando con mi novia, a mis espaldas?
—¡Hijo, ni que fuese un pecao escuchar a tu chica! Nos visitó el otro día; ya sabes que se lleva mu bien con tu madre. La pobre solo quería que os diera un empujón. ¡Que estáis ennortaos los dos!
—Bueno, Ramiro, la otra opción que tenemos es emigrar como nuestros bisabuelos —amenazó Armando volviéndose a mí.
—¿Tenemos? Oye, si quieres viajar, hoy mismo te preparo la maleta. Y ya me mandas una postal cuando llegues...
—No, no; yo solo no.
—Además, ¿no era Rut la definitiva? ¿Con la que te ibas a ir a vivir?
—Rut es ideal... Eso es lo que me da miedo. La cosa va muy en serio. Ella habla de niños, hipoteca, perrito... ¡Uf! Yo en este momento no tengo ni dónde caerme muerto.
—Eso es porque quieres, hijo —atajó Ramón—. Te pegas jartás de jugar videojuegos, ¡pues yo os digo que intentéis hacer uno! ¡Que la vida no es pa los cobardes! ¿Y tú? Me preocupas, Ramiro. Apenas sales... Parece que te has apartao del mundo.
—Mi padre tiene razón. Nadie te llama por teléfono, na más que tu madre.
—Ya. Oye, ¿habéis terminado? —me zafé como pude—. Me toca a mí fregar los platos. ¿Vas a comer algo más, Ramón?
—Vale, vale... Mensaje recibío. He terminado, sí. Pero dejarme que os ponga este pin en la nevera. Que se lo estoy regalando a mis clientes y quería que lo tuvierais aquí también.
Ramón se levantó, sacó del bolsillo interior de su chaqueta una lámina imantada y nos la estampó en la puerta del frigorífico. Recuerdo perfectamente lo que decía porque me estuve topando con aquellas palabras mañana, tarde y noche durante los siguientes dos meses, martilleándome la conciencia para mi suerte o desgracia:
Mi mandato es: “¡Sé fuerte y valiente! No tengas miedo ni te desanimes, porque el Señor tu Dios está contigo dondequiera que vayas”». Josué 1:9 (La Biblia).
—¡En serio, Ramiro! ¡Podríamos hacer algo juntos! ¡Mi viejo no anda desencaminao! —dijo Armando en cuanto se marchó Ramón, asomado a la puerta de mi habitación.
—Tu viejo… ¡Y Rut! No olvides que ella nos lo ha mandao. Ya ves que piensa que estamos aquí engollipaos y te va a dar pasaporte si no haces algo.
—¡Por eso! ¡Intentémoslo al menos! ¡No aguanto más esta situación y las opciones son pocas o malas! Piénsalo, ¿de acuerdo? Prométeme que lo harás y me dirás algo.
—Está bien, Armando. Hablamos otro día…
Solo ahora, casi cinco años después, me doy cuenta de lo decisiva que fue para ambos aquella visita de Ramón y la conversación que sostuvimos. Cumplí mi palabra y medité en la propuesta, aunque me llevó dos meses decidirme a hacer un estudio de mercado. La verdad es que aquello de “sé fuerte y valiente” al principio me molestaba... Después, de tanto verlo, memoricé la frase y no puedo negar que la promesa de no tener miedo ni desanimarnos, que Dios estaría con nosotros, era como una especie de abrigo en las noches de dudas y rayo de esperanza al pensar en formar una nueva empresa.
Tras estudiar el sector del videojuego llegué a la conclusión de que las posibilidades eran enormes. Por otra parte, averigüé discretamente si mi alocado compañero de piso tenía bajo su apariencia extravagante a un artista desperdiciado y descubrí que estaba conviviendo con un excelente programador, que Armando dibujaba como los ángeles y que además era un hacha de la infografía.
Mi madre y mis hermanos me animaron también. Tras examinarme con realismo, admití que me había sumergido en mi desgracia y ya era hora de ser valiente, salir a la superficie y volver a luchar. Podría irnos bien, mal o regular, pero lo desastroso para ambos, sin duda, sería permanecer como derrotados, varados en los treinta, con toda una vida por delante.
Armando casi se cae de espaldas cuando le dije que debíamos pensar en un nombre para nuestra sociedad. Y su padre, Ramón, acudió a nuestro apartamento al día siguiente con un nuevo imán de nevera. Para este emprendimiento, una nueva promesa:
Pues yo sé los planes que tengo para ustedes—dice el Señor—. Son planes para lo bueno y no para lo malo, para darles un futuro y una esperanza. En esos días, cuando oren, los escucharé. Si me buscan de todo corazón, podrán encontrarme. Sí, me encontrarán—dice el Señor—. Pondré fin a su cautiverio y restableceré su bienestar.
Jeremías 29:11-14 (La Biblia).
Después de aquel pequeño gran paso, los acontecimientos se precipitaron. Decidimos sacarle partido a nuestra experiencia como jóvenes desempleados, buscándonos la vida. Al fin y al cabo, la lucha por la subsistencia había caracterizado a la raza humana durante toda su historia. Ideamos un juego sobre cazadores de la antigüedad. Lo llamamos Nimrod, recordando al temible cazador del Génesis. Tuvo muy buena acogida entre el público español e internacional. Fueron años de durísimo trabajo hasta dar a luz aquel producto que fue avalado por la crítica y por los buenos resultados.
Armando y yo ya no vivimos juntos, pero formamos un tándem explosivo para el trabajo. Estamos diseñando el segundo videojuego, le damos empleo a catorce personas y tenemos propuestas sobre la mesa que le quitarían el hipo a cualquiera. Sólo que ahora yo ya no voy tan rápido.
Mi socio, mi amigo, pues así lo considero después de estos años, se casa con Rut el próximo marzo. Ramón y su mujer están como unas castañuelas. Su hijo se casa en la iglesia y para colmo Rut ha empezado a cantar en el coro. A mí el teléfono vuelve a sonarme. No me refiero al del trabajo, sino al privado, y ahora sí que lo contesto. Por el momento vivo solo. Eso sí, me he llevado los imanes a mi nevera y he comenzado yo mismo a buscar otras promesas que me den fuerza leyendo en una Biblia que me regaló Ramón.
Queda mucho camino por delante, pero, definitivamente, si fracasáramos, ya no temo levantarme y una vez más volver a intentarlo.
Juan Carlos P. Valero
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