Cuento 'La anciana, el cazador y el Rey'

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La anciana, el cazador y el Rey


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Cuento: La anciana, el cazador y el Rey


Rugió el león en la selva y lo que en otro tiempo hubiese supuesto obediencia inmediata a la orden de reunirse todos junto a la peña de Leba, en esta ocasión no produjo respuesta alguna. Los monos, siempre tan ruidosos y dicharacheros, se aferraron a las ramas de sus árboles y así quedaron en desleal silencio. Los tucanes hubiesen volado veloces de no haberse interpuesto el consejo de las hienas. Las jirafas escondieron sus cuellos infinitos en la espesura de la jungla y con el corazón latiendo a mil esperaron el siguiente rugido, quietas y rebeldes. 


Efectivamente, el león miró perplejo a sus leonas y volvió a llamar a los animales de la selva, pero los únicos que se acercaron aún más fueron sus leoncillos. Gorilas y orangutanes, perdidos en la oscuridad de una cueva, creyeron que el pronóstico de Fisi, la jefa de las hienas, era cierto. Huyó el elefante y el rinoceronte, se sumergió en lo profundo del río el hipopótamo y hasta el oso perezoso, que siempre tenía excusa cuando aparecía tarde, en esta ocasión nunca llegó. Lloraban los hijos del león, gruñían las leonas, esperando una orden de su rey para recorrer la selva y castigar el agravio, y el tigre dormía con sueño felón junto a la madriguera de la serpiente. 


Un tercer rugido, aún más potente, enfurecido, en el que el rey se dejó todo su aliento, puso a temblar a los animales pequeños y grandes, y las tribus a decenas de kilómetros se estremecieron ante la insistencia del félido.

 

—Algo malo se avecina —musitó la más anciana de Juu, llamada Alijua, madre del jefe de la aldea. 


¿Qué estaba sucediendo? El objetivo de las hienas era derrocar al rey y tomar ellas el control de la selva. Bien sabían que jamás lo lograrían si la manada de leones contaba con la lealtad de los animales. Fisi, taimada como pocas, había elaborado un sencillo plan. El día antes de la gran reunión, mataría al hijo del cazador, llenando de huellas de león adulto las inmediaciones de la choza de Mwindaji. ¿Cómo podría adivinar el cazador que eran huellas falsas de una pata de león disecada que Fisi robó meses antes de la choza de Alijua? La pata era un recuerdo del difunto marido de la anciana, y a este se la había regalado un turista en agradecimiento porque se le permitió visitar Juu, la aldea, cosa poco común en aquellos días. Mwindaji, quien solo cazaba para alimentar a su familia, supondría que el rey abandonó su territorio para cercenar la vida de su primogénito, sin devorarlo, dejando el cuerpo como prueba de que aquello era una venganza por los animales que Mwindaji había cazado en los últimos veinte años. Después, sería fácil. Las hienas difundirían el consejo a todos los ciudadanos de la selva:


—Cuando el león ruja en la convocatoria de mañana, no acudáis a la llamada, por mucho que insista, pues ha matado al hijo del cazador y Mwindaji vendrá sin duda a dar muerte al rey. Justo será que de ahora en adelante cada cual se ocupe de lo suyo, sin estar un día más bajo la tiranía del león, quien, por otra parte, con este acto sanguinario, nos ha puesto en peligro a todos. 

 

Así lo idearon y así lo hicieron. Por ese motivo, Mwindaji alistó su lanza, sus tres hijos, arcos y flechas, y secuestrado el llanto por una ira salvaje, corrieron a la peña de Leba para dejar la selva sin león ni manada que lo sucediera. 


—¡Cada mono en su rama, cada ave en su nido, los que quieran en el río o los otros en las cuevas! ¡Pero que nadie acuda a la peña de Leba o expondréis vuestra vida! —sentenciaron las hienas, dejando escapar risas traidoras. 


Apareció Mwindaji, lanza en mano, flanqueado por la terna de hijos sedientos de sangre, y el león se quedó inmóvil, extrañado, mientras las leonas rugían con instinto maternal, poniendo tras sí a sus crías. En la selva no se oía ni mugido, ni trino, ni chillido o relincho. No zumbaban los insectos, ni croaban los sapos, ni crujían las ramas, ni crepitaba el suelo bajo ninguna pisada. Solo el viento mecía las hojas y hasta la brisa parecía intimidada por el estallido inminente de la batalla. 

 

—¡Detente! ¡Parad la pelea! —gritó de pronto la anciana desde la espalda de su hijo. Este sudaba copiosamente tras una larga carrera con su madre cargada a las costillas—. ¡Te equivocas, Mwindaji, el león no ha sido! 


—¡No te interpongas, Alijua! ¡Él mató a mi hijo, encontré las huellas! 


—¡El rey jamás haría eso! ¡Muchas lunas atrás robaron la pata de león de mi choza! ¡Quien tenga la pata, mató a tu hijo! 


Las leonas ya flexionaban el cuerpo para saltar sobre los cazadores, cuando el rey emitió un rugido corto que las detuvo y Mwindaji, todavía con la lanza inhiesta, dejó escapar dos lágrimas.


—¡Permite que nuestro jefe, mi hijo, te ayude a deshacer el entuerto, y cobrarás después tu venganza! —rogó Alijua.


De reojo, los jóvenes miraron al padre sin perder de vista a los leones; pero el cazador oía más fuerte el tambor del pecho que los consejos de la anciana y, girándose hacia el rey, lanzó su lanza. El león la esquivó de un salto y con un último rugido, ordenó a la manada que corrieran. Todos se escabulleron detrás de la peña de Leba. Las flechas quedaron en el arco, pues los hijos de Mwindaji respetaban a Alijua casi tanto como al cazador. 


Los suajili regresaron a Juu; a investigar lo ocurrido unos, y a llorar y enterrar a su primogénito otros. Se hizo la noche. Nadie durmió en la selva y nadie tampoco en la aldea. Al despuntar el sol del siguiente día, cuando Mwindaji, ataviado de caza, se dirigía a la choza del jefe, quince cuerpos de hiena muertos y una pata de león disecada le aguardaban tras la cortina. 


¿Quizás había sido el rey con sus leonas? No. Los monos, el rinoceronte, la jirafa, y el gorila, elefantes, hipopótamos y hasta el tigre o la serpiente, que ya sabían de qué lado por el momento pelear, todos ellos habían ajusticiado a las hienas para devolver la paz a la selva y calmar al cazador.

 

—Nunca más, Majestad —fue el orangután el portavoz de todos—. Nunca más desoiremos tu llamada, peleando cada cual por su lado la guerra o simplemente reposando cobardes en nuestras madrigueras. Perdona nuestra confusión y temor... Y que se selle un pacto en la peña de Leba de unidad y compromiso con la verdad, pues por creer el engaño de las hienas pusimos a toda la selva en peligro. 

 

Y así lo hicieron. 


Nuevamente, siempre que rugía el león, su rey, los animales acudían dejando cualquier otra ocupación. Solo se disculpaba al perezoso si se quedaba a medio camino en reuniones demasiado cortas, y a los peces, a quienes el hipopótamo informaba debidamente. 

 

En Juu, nunca más tendrán presa o miembro de animal disecado. Y la anciana murió con dicha, de vieja, no sin antes ver nacer a la hija del jefe, su nieta. La llamaron Alijua, que significa sabia en suajili, en honor a ella. 

 

El cazador y sus hijos ahora labran la tierra, cuidan ganado y de tanto en tanto dejan verduras y carne bajo la peña de Leba.

 

Fin.

 

Inspirado en Segunda de Samuel capítulo 19 y capítulo 20, donde un indigno israelita llamado Seba gritó “¡Israel, a tus tiendas!”, llamando a la nación a rebelarse contra David, pero una sabia mujer, de una ciudad “madre en Israel”, con su sabiduría libró a todos de una guerra.


Juan Carlos P. Valero

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