
Novela corta de redención: El Tuerto
He publicado una nueva novela, en esta ocasión corta, bajo mi pseudónimo, Juan Carlos Valero. Se titula El Tuerto y tiene un profundo sentido espiritual. La novela, que cuenta con 20 capítulos, narra las peripecias de Atanasio, más conocido como El Tuerto. Atanasio fue apodado así desde que un accidente infantil lo dejó con un solo ojo.
En tono entrañable y con guiños de realismo mágico, os presento una historia de redención, humor y segundas oportunidades. Un relato que fluye como el agua viva, donde lo cotidiano se vuelve prodigioso y hasta los más endurecidos pueden volver a ver.
En este artículo tienes los dos primeros capítulos de la novela. El resto está ya disponible en Amazon en todos sus formatos: El Tuerto
Capítulo 1- ATANASIO EL TUERTO
Lo apodaban El Tuerto, aunque no solían hacerlo en su presencia. Antes de ser conocido con ese mote, a Atanasio lo llamaban Tani, cuando aún era un niño jovial que solía jugar en las inmediaciones del puerto. Pero un funesto accidente le cambió la vida. Perder su ojo derecho aceleró de forma dramática que se hiciera hombre; primero, un adolescente rebelde y solitario; después, un adulto con el corazón roto y el alma cada vez más oscura.
Todavía, a sus cincuenta y tres años, Atanasio tenía la misma pesadilla de tanto en tanto. La idea de combinar pirotecnia y tirachinas fue suya. Gabino, su mejor amigo de la infancia, solo había imitado el descubrimiento de lanzar al aire los petardos para que explotaran una decena de metros por encima de sus cabezas. Y en eso estaban ocupados, cuando aquel último cartucho explotó cerca de su ojo, en el último día de la fiesta, a los trece años de Tani, deformando su cara y transformando su historia. El accidente acabó con su buen humor y, para siempre, finó la amistad con Gabi.
Candiles sobrevivía a la posguerra y al paso del tiempo como un pequeño pueblo pesquero surgido a orillas del mar Áttico. Con un censo de poco más de tres mil habitantes, una noticia así pronto voló de boca en boca, conmocionando a pequeños y grandes.
“Gabino ha lanzao un petardo a la cara de Atanasio, ni más ni menos que con un tirachinas, y el muchacho ha perdío el ojo”. “Lo ha hecho adrede”. “La competitividad y mala sangre de los padres pervive en los hijos”. Cosas así decían las malas lenguas. La “competitividad” a la que se referían estribaba en el hecho de que Gabino era el hijo del segundo mejor pescatero de Candiles, mientras que el pescatero más exitoso del pueblo, año tras año, solía ser Jacinto, el padre de Atanasio.
“¡Son amigos!”, respondían los más bondadosos. “Estaban jugando en el puerto y un accidente se ha llevao por delante el ojo de Tani, como podía haberse cobrao el oído de Gabi”.
El caso es que aquel dolor, insoportable, intenso e inacabable, aún lo despertaba en las madrugadas, empapado en sudor, sobre todo en las noches de verano, cerca de la festividad del pueblo. Atanasio no volvió a participar en la tradición de las fiestas de Candiles, para mayor gloria de San Pedro, patrón de los pescadores, ni dirigió palabra alguna nunca más a Gabino. Ni un “buenos días” al abrir sus pescaderías, la una junto a la otra, ni un “buenas tardes”, al echar la persiana y emprender el camino a casa por la Cuesta de los Pescadores, la que va del puerto a las casas.
Atanasio no se casó. No tuvo amigos. Se dedicó a trabajar a la sombra de su padre y, cuando este falleció por un infarto, heredó el negocio. Siguió al frente de la Pescadería del Puerto, rebautizada por las gentes con espíritu gamberro “del Tuerto”, donde se compraban los mejores pescados y mariscos de Candiles. Vivía con su madre y con un Golden Retriever, llamado Negro, y su única devoción era ir los domingos a cazar en la Sierra del Quintillo, dentro de la Reserva del Marqués, que ya no era de uso exclusivo del marquesado, sino que estaba abierta a los cazadores de la zona, previo pago de las tasas correspondientes. Atanasio no tenía más religión que la cinegética: su perro, su rifle y abatir algún que otro jabalí o venado. Pagaba sus tasas de los primeros y esperaba a que se abriera la veda para dejar la cama los domingos, aún de noche, e internarse en el bosque en busca de una nueva presa con la que desquitar la rabia que llevaba dentro; rabia que lo había convertido en el hombre más hosco de Candiles y probablemente de la Comarca del Quintillo.
Un domingo como otro cualquiera, El Tuerto se enfundó su traje verde —grande, porque él era grande—, su gorra verde (siempre llevaba gorra, pues, a pesar de su rebelde cabello azabache, se le helaba la mollera de madrugada), sus botas del cuarenta y cinco, el rifle Mauser, los cartuchos, la cantimplora, el almuerzo que le había preparado su madre; subió a Negro en el jeep y se encaminó a toda prisa, conduciendo rabiosamente, a la Sierra del Quintillo.
Era junio, un mes desabrido para Atanasio, por lo de La Espantá, la única novia que tuvo. Se iba a casar con él en junio del cincuenta y cuatro, pero acabó dejándolo plantado en el altar, huyendo del mal genio del Tuerto. Todos los junios, Atanasio recordaba a la Pili: su traición y cómo todo candileño comentó la “espantada”, achacándolo a la maldición que acompañaba al único hijo del difunto Jacinto el Pescatero. “¡Qué bien le fue en el negocio y qué mal en todo lo otro!”, murmuraban.
Sin embargo, la suerte del Tuerto iba a cambiar aquel día, ya que el cielo le tenía reservada una sorpresa.
Que si un pum, que si un pam, y un grito de “¡corre, Negro, a ver si ha caído ese mal nacío!”, refiriéndose al pobre cervatillo que se le puso a tiro. La presa había logrado escapar con vida, por los pelos.
Repentinamente, Atanasio sintió una sed inusual en él, ya que apenas tocaba la cantimplora en sus cacerías. Y bebe que te bebe, se acabó el litro de agua. Pasaron más pam y más pum.
—¡Ahí le dao! —celebraba el abatimiento de una liebre— ¡Tráemela, Negro, que tienes premio!
Pero la maldita sed que se le había colgado al gaznate cual soga mortal y ya no quedaba más agua en el reservorio.
—¡La Virgen del Pompillo! —se quejaba Atanasio— ¡Nos vamos a tener que retirar a mitá de faena, Negro!
El perro miró a su amo sin entender esta nueva orden y movió la cola, como diciendo: “¡Lo que sea que hagas, yo te apoyo!”.
—¡Vamos pa el jeep! ¡Nada más que la liebre nos llevamos del Marqués hoy! ¡Me jiño en Panete!
Entonces, mientras estaban retomando el camino del aparcamiento de cazadores, El Tuerto sintió mareos. Sudaba copiosamente, la lengua pegada al paladar, bajó el ritmo de la marcha y se iba apoyando en pinos de tanto en tanto.
—¡Debe de ser una enfermedá que no ha asomao aún, pero mi cuerpo lucha con ella, aunque solo dé la cara con esta maldita sed! ¡Ven pa ca, Negro, aguarda aquí, a ver si me repongo!
Atanasio se sentó en una roca y más que respirar resollaba, pasando la manga por la frente para recoger las grandes gotas de sudor que le caían. Entonces comenzó a ver borroso, y ahora sí que se angustió, imaginando un desplome en medio del bosque.
—Dios del cielo, nunca te pido nada, pero si estás ahí arriba es un buen momento pa que me lo hagas notar —suplicó Atanasio.
Fue terminar de hacer la oración y, al segundo, El Tuerto, con su ojo sano, vio una roca blanca a un par de cientos de metros, asomando entre la foresta y resplandeciendo como cristal.
—¡Ay, mi madre, que ya estoy alucinando!
Pero no alucinaba. Se aclaró la vista y era cierto. Una roca desconocida, en la que no había reparado antes, emergió de entre la vegetación con un brillo misterioso.
Capítulo 2- EULARA
—¡Vente, Negro! —ordenó Atanasio al can, e hizo un último esfuerzo por llegar hasta el lugar, que resplandecía con más fuerza a cada paso.
Se le iba haciendo más evidente que era una roca de un material extraño, no como las grises y oscuras que punteaban la sierra en kilómetros a la redonda; blanquísima, se erguía metro y medio desde el suelo. Al estar más cerca, a unos cincuenta metros, entendió que el brillo era producido por los rayos del sol incidiendo en su superficie. Toda ella refulgía empapada en agua; un agua que brotaba tímidamente de lo alto de la roca.
—¡Negro, Dios meahcuchao! ¡Agua!
Atanasio se puso a la carrera y, a punto de desvanecerse, llegó a la fuente. Bebió y bebió, encaramado a la piedra, sin preocuparse de que su ropa se mojase con el agua fresca y buena. La sed del Tuerto fue paliada, así como la de su fiel perro, quien lamía en el suelo gracias a un canal que la roca, convertida en milagroso manantial, había producido.
—Pero ¿qué maravilla es esta? —celebró Atanasio—. ¿Cómo no he sabido de ti antes?
Ladró el perro, como si compartiera la alegría del amo.
—No has sabido de mí antes porque no has tenido sed. —Una voz femenina, dulce y profunda manó de la roca y El Tuerto dio dos pasos en retirada, mirando al perro, por si había sido él quien habló. El Golden Retriever también se apartó de un salto. Todo sucedió tan rápido como un pestañeo. Atanasio, a quien le temblaba hasta el bigote, tropezó en la raíz de un árbol y cayó de nalgas.
—¡Estoy muerto o soñando! ¡Debo de haberme desmayao y esto son alucinaciones! —concluyó en voz alta, tartamudeando.
—No son alucinaciones, Tani. Estás despierto, tanto como lo está tu perro —volvió a responder la piedra.
Blanco como el papel, Atanasio buscó al perro con la vista, pero Negro se escondía tras un pino. Todavía sentado en el suelo, el pescatero de Candiles reparó en el hecho de que le había llamado por su nombre de la infancia.
—¿Cómo sabes mi nombre? ¿Cómo sabes que me decían Tani?
—Sé lo que el Todopoderoso me concede saber…
—Me… ¿Me va a pasar algo malo?
—¿Por qué?
—Por haber bebido tu agua…
Una risa serena y pura resonó en la roca, y en cada carcajada el chorro de agua salía con un poco más de fuerza. “Esto no es una broma”, razonó El Tuerto. “No puede ser que haya alguien escondido haciéndome una jugada. ¡Es la roca la que habla y ríe, como si fuera una persona!”.
—Para saciar tu sed he sido enviada en esta hora —aclaró la fuente.
—¡Pero las rocas no hablan!
—Ya ves, con tu propio ojo, que si debemos hacerlo también podemos.
Atanasio se incorporó del suelo, estrujó la gorra de cazador entre las manos, dejando que sus nervios se fugasen por esa vía, mientras Negro movía la cola, mirando a la roca y ansioso por volver a probar su agua.
—¿Quieres seguir bebiendo? —preguntó la fuente al candileño.
La oferta pilló al Tuerto descolocado.
—¿Cómo? No, no… Estoy bien, ¡muy bien! Muchas gracias. ¡El agua estaba muy buena!
—¡Me alegro! ¡Es agua viva!
—¡Esto no me lo va a creer mi madre! —se le escapó a Atanasio, pensando audiblemente.
—Mejor será que guardemos el secreto —sugirió la roca.
—¡Claro, claro! Pierde cuidao…
Tani no sabía cómo llamarla y no pudo completar su frase.
—Mi nombre es Eulara —atajó la fuente, adivinando el problema del pescatero.
—¡Eulara! —repitió El Tuerto, casi hipnotizado.
—¿Puedo hacer algo más por ti?
Atanasio, consciente de que estaba ante un ángel, un poder celestial o una manifestación de ese tipo, se quedó pensativo. Como todos, había oído cuentos y chascarrillos sobre incautos que al toparse con un hada madrina, un genio de la lámpara o un mago, en lugar de pedir con tino, habían desperdiciado la oportunidad, única en su vida, de alcanzar un verdadero beneficio.
—¡Bueno! —exclamó finalmente en tono distendido—. ¡Si tuvieras un ojo sano para prestarme te lo agradecería!
—¿Solo eso?
—¿Cómo que solo eso?
—¡Claro que tengo sanidad para tu ojo!
—No te burles de mí…
—¡Jamás mentiría y menos con algo tan sensible como tu ceguera! Ven, Tani, acércate; quítate el parche y lava tus ojos en mis aguas.
El que se acercó sin pensárselo dos veces fue Negro. El perro volvió a beber del agua de la roca, lamiendo la que se deslizaba por el borde de la blanca piedra de Eulara.
—¡Qué haces, chucho! —gritó el dueño al lebrel—. ¡Tira pa lla!
Atanasio espantó al can con una patada, pensando que era una especie de ultraje que lamiera directamente de la roca y no del canal, como la vez anterior.
—¡Deja que el animalillo beba! ¡No me importa! En cambio, tu mal carácter sí que me incomoda, ¿no te das cuenta, Tani?
Otra vez ese nombre. Atanasio estuvo a punto de responder a la fuente: “¡No me llamo Tani! ¡Atanasio es como me puso mi padre!”. Sin embargo, no se atrevía a ser igual de desagradable con un ser maravilloso como aquel que como lo era con los mortales que le rodeaban día a día. Cada vez que oía “Tani” se remontaba a su juventud, a sus sueños truncados, al accidente del petardo, a Gabino, a las habladurías del pueblo… El joven Tani murió cuatro décadas atrás y, ahora, una roca parlante removía todo aquel pasado.
—Lo siento, Eulara —disimuló El Tuerto—, no quería que mi perro te molestase. En cuanto a mi mala uva, la vida me ha hecho así, y a estas alturas no creo que pueda cambiar.
—¿Eso piensas, por haber consumido la mitad de tu existencia terrenal? ¡No te imaginas cuánto podemos cambiar los que hemos sido creados para la eternidad! Solo debes anhelarlo…
—¡Anhelo un ojo sano! —se impacientó Atanasio.
—¡Y un ojo sano se te concede! ¡Únicamente, ven y lávate en mis aguas!
Encontró, El Tuerto, de este modo, el ánimo necesario para intentar el milagro. Se acercó a la fuente, acumuló el agua necesaria para llenar la palma de su mano izquierda y con la derecha se levantó el parche, aplicándose el lavado en la cavidad inerte, la que antes había contenido un ojo.
¡Oh, maravilla divina! ¡Qué dulce sanidad! Sin apenas molestias, un leve picor, un cosquilleo discreto y en cinco segundos lo que llevaba cuarenta años vacío se llenó de un nuevo órgano provisto por la Providencia, visiblemente calcado en color y forma al ojo viejo (el de la parte siniestra), solo que este, el de la diestra, podía ver sin presbicia ni miopía, con claridad prístina.
Atanasio soltó cuatro o cinco gritos de sorpresa y alegría (contienen exabruptos y será mejor dejar a la imaginación del que escuche esta historia la reacción del tuerto sanado).
—¡Eulara, me has devuelto la vista! ¡Dios, la Virgen, los santos o quien sea que te ha mandao, te lo paguen!
Rio la fuente, recordándole, después, que ella solo era una enviada para ayudarle y, cambiando por primera vez su color blanco esmerilado por un leve rosa, que también brillaba gracias al discurrir de las aguas, dijo:
—Todas las alabanzas y todo el reconocimiento al Padre que tienes en los cielos, que no en vano responde al nombre de Rapha.
—¡Rafa! —repitió Atanasio, perplejo.
—El que sana —confirmó Eulara, evidentemente complacida.
El bueno de Negro, como si comprendiera instintivamente lo que ahí sucedía, se puso a dos patas para buscar las manos de su amo, y este, lejos de apartarlo o renegar, se agachó, lo atusó y abrazó, viendo a su incondicional amigo por vez primera con visión restaurada y dejando escapar lágrimas de alegría. Atanasio las limpiaba con la manga, consciente de que hacía años que no lloraba.
—Tani, debes saber dos cosas —interrumpió la roca, cuando el pescatero ya imaginaba la sorpresa que le iba a dar a su anciana madre.
—Dígame, Eulara.
—Tu nuevo ojo, para ver bien, necesita lavarse en mis aguas de tanto en tanto.
—¿Una vez a la semana?
—En principio, bastará… Y la segunda: he sido enviada para ayudarte a ti, Atanasio; para cualquier otro mortal solo seré una piedra extraña que la excentricidad de algún descendiente del Marqués ha querido colocar en medio del bosque. ¿Entiendes?
—Solo una fuente —le contestó Tani, encogiéndose de hombros, pero fue decir esas palabras y el agua de Eulara dejó de brotar.
—¡No siempre!
Aquellas fueron las últimas palabras que Atanasio consiguió escuchar de la piedra, ahora inerte y sin brillo, desprovista, de súbito, de toda alma en su interior.
El pescatero quedó congelado medio minuto. ¿Qué más podía hacer, sino ajustar la gorra, silbar al chucho para que lo siguiera, y emprender el regreso por el camino a casa?
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